El laberinto 1: Introducción
El laberinto, historia y mito: introducción.
Nota 2019. He visto que El laberinto, un libro que escribí hace años está en Amazon por un precio desorbitado, así que voy a ir publicándolo por aquí gratis. Gracias Jesús por el aviso ; )
Introducción
La idea de una casa hecha para que la gente se pierda es tal vez más rara que la de un hombre con cabeza de toro, pero las dos se ayudan y la imagen del laberinto conviene a la imagen del minotauro. Queda bien que en el centro de una casa monstruosa haya un habitante monstruoso.
J. L. Borges, El libro de los seres imaginarios.
La primera sorpresa que depara el laberíntico estudio del laberinto es la multitud de formas y significados que ha adoptado a lo largo del tiempo. Hay laberintos que decoran las catedrales góticas de Francia y que simbolizan los pilares de la fe cristiana, pero también hay laberintos en los aristocráticos jardines del renacimiento más relacionados con el juego erótico que con la divinidad. Hay laberintos paganos que se confunden con el inframundo y se sitúan cerca de las tumbas para que los muertos no encuentren el camino hacia los vivos, pero también hay laberintos en los prados ingleses relacionados con la primavera y la fertilidad. Hay laberintos lóbregos que albergan espantosas criaturas dispuestas a zamparse al intruso en cuanto se pierda, mientras que en el alegre laberinto de Versalles los únicos que se perdían eran los amantes clandestinos que buscaban solaz intimidad.
Hay laberintos literarios, como el que le aguarda a Alicia tras el espejo o las minas de Moira que describe J.R.R. Tolkien en El señor de los anillos, al igual que hay laberintos cinematográficos, como el que recorre Jack Nicholson en El resplandor o Ivana Baquero en El laberinto del Fauno. Hay laberintos asociados con la danza y la música; hay laberintos en mitos, manifestaciones artísticas, dilemas filosóficos, videojuegos, problemas matemáticos, parques de atracciones, monasterios medievales… hasta en el juego de la oca hay un laberinto. Solo en las últimas dos décadas, se han dibujado cientos de laberintos en campos cultivados por todo el planeta. De hecho, seguro que en alguna ocasión el lector se ha encontrado perdido en medio de algún laberinto accidental, como un aeropuerto, el museo del Louvre o el barrio antiguo de una ciudad medieval.
Esta inmensa variedad de formas y significados se pone de manifiesto en la dificultad de encontrar una definición apropiada para el laberinto. El diccionario de la Real Academia Española define laberinto como:
Lugar formado artificiosamente por calles y encrucijadas, para confundir a quien se adentre en él, de modo que no pueda acertar con la salida.
La definición parece correcta, pero, como suele suceder en estos casos, en cuanto desenfundamos la lupa descubrimos que no resulta tan precisa. Así, por ejemplo, en muchos laberintos la dificultad no es «acertar con la salida», sino llegar al centro, al corazón del laberinto, momento en el que el reto se da por superado. Tampoco sería exacto el verbo confundir puesto que en algunos laberintos no hay confusión posible al constar de un solo camino, así que, más bien, el verbo apropiado sería dificultar, ya sea bifurcando los caminos ya sea haciéndolos largos y tortuosos.
También podríamos decir que en ocasiones los laberintos tienen encrucijadas, pero en otras no. Al igual que resulta discutible el que se deban haber formado artificiosamente, ya que en la naturaleza también hay laberintos, como el constituido por las galerías de una cueva, los arrecifes de coral o los canales del oído. Incluso, se podría discutir que el laberinto siempre sea un lugar, pues no son pocas las metáforas donde los laberintos designan conceptos abstractos imposibles de localizar, como la confusión (El laberinto sentimental), la soledad y el aislamiento (El general en su laberinto) o la dificultad (El laberinto de Palestina).
Paolo Santarcangeli, una autoridad en materia de laberintos, resumió perfectamente este problema:
Cuanto más lo pensamos, mejor comprendemos que el objeto de nuestro interés, a mayor abundamiento laberíntico, no cabe en ninguna definición que lo abarque por entero y sin equívocos. Conformémonos, pues, con decir: «Recorrido tortuoso, en el que a veces es fácil perder el camino sin un guía».
La acertada definición de Santarcangelli pone de manifiesto otro problema en lo que nos atañe, la infinitud y variedad de los laberintos, pues, por extensión, también se puede considerar laberinto cualquier recorrido tortuoso, como los viajes accdidentados, de los que la Odisea constituye el mejor ejemplo, o los imaginarios senderos que, según los aborígenes australianos, trazaron los antepasados durante la mítica edad del sueño por toda Australia.
Los laberintos de este libro
En suma, los caminos del laberinto son infinitos o, cuanto menos, se aproximan. Sin embargo, el lector no debe preocuparse puesto que no es intención de esta obra abordar todas y cada una de las formas laberínticas que imaginó el ser humano desde que bajamos de los árboles. Más bien, este libro es un viaje por los laberintos derivados del mito de Teseo y el Minotauro. ¿Qué quiere decir esto?
Es un viaje porque en vez de conocer todos los laberintos desde una sola perspectiva, como la histórica o la psicológica, en cada etapa, en cada laberinto, nos fijaremos más en unos detalles que en otros. Al igual que los viajeros fijan su mirada en lo más interesante o insólito de cada lugar, nosotros trataremos de encontrar la característica peculiar de cada caso, ya guarde relación con la antropología, el arte, la matemática, la religión, la filosofía o la disciplina científica que corresponda.
Pero, además, también es un viaje en tanto que los laberintos se organizan cronológicamente por ámbitos culturales formando rutas temáticas que nos pueden servir de excusa para organizar una excursión en pos de algún grupo de laberintos.
Ahora bien, el hecho de que el libro se plantee como una guía de viaje no significa que sea una mera recopilación de anécdotas curiosas sobre los lugares donde hay un laberinto. Todo lo contrario, aunque en ocasiones el entorno que rodea un laberinto sea fascinante –como sucede con los minoicos de la isla de Creta, los constructores de las catedrales medievales o los magos y alquimistas del renacimiento–, el laberinto no es una excusa sino un destino.
Por último, aclaremos cuáles son los laberintos derivados del mito de Teseo y el Minotauro. Con el objetivo de escribir un libro divulgativo y manejable, pero que al mismo tiempo tratase con rigor cada caso, necesariamente debía acotar en el tiempo y el espacio el amplio mundo de los laberintos. Los criterios de selección podrían haber sido otros y, así, por ejemplo, haber abordado solo los religiosos o los lúdicos, o haber tratado solo los actuales, o los medievales, o los que siguen un recorrido unidireccional, o los que aparecen en las novelas o en las películas. Sin embargo, en la historia de los laberintos se ha producido un fenómeno fascinante y es la longeva pervivencia del laberinto de Teseo y el Minotauro, cuyo nacimiento se remonta, por lo menos, a tiempos micénicos, ¡hace más de 3.000 años!
Como vamos a ver, este laberinto tomó forma en la mitología griega, quizá como herencia de referencias más antiguas de Egipto, Mesopotamia y la cultura minoica de Creta. Los romanos lo llevaron por todo el Imperio y, tras las invasiones bárbaras, sobrevivió camuflado en alegorías cristianas de críptico significado. Mientras tanto, en algún momento que no podemos precisar, llegó a las islas Británicas y a Escandinavia, donde los viquingos terminaron de extenderlo desde Islandia hasta el principado de Moscú. Con el renacimiento volvió a florecer su naturaleza pagana y los jardines se llenaron de laberintos a cada cual más sofisticado y, por último, tras un período de decadencia decimonónica, volvió a resurgir a finales del siglo XX con tal variedad de formas que hoy en día resulta imposible seguirle la pista.
Soy consciente de que este criterio de selección deja para otro momento laberintos tan interesantes como el perdedero maya de Oxkintok, el mito hopi del hombre en el laberinto, los mándalas budistas e hindúes o los jardines Zen, pero un mito como el del Minotauro que ha sobrevivido a tantas culturas bien merece convertirse en nuestro hilo de Ariadna.
Tipos de laberinto
Como veremos, a lo largo de la historia se han realizado una gran variedad formal de laberintos, algunos están dibujados en los mosaicos de las villas romanas, otros en el pavimento de las iglesias, unos son de piedra, otros de hierba, de arbustos y hasta de agua. Algunos laberintos nos invitan a entrar para alcanzar el centro, de otros lo único que nos interesa es escapar cuanto antes. A veces estarán poblados por criaturas espantosas, como el Minotauro o el mismo Satanás, pero en otras solo nos esperarán árboles sagrados y cariñosas ninfas. En algunas ocasiones simbolizarán la vida; en otras, la muerte. Los hay circulares, rectangulares, octogonales, de dos, tres y hasta cuatro dimensiones, sencillos como el agua y complicados como el demonio…
En la literatura laberíntica, toda esta variedad de laberintos se suele ordenar en clasificaciones precisas pero que solo resultan útiles para el especialista. Por el contrario, en este libro solo vamos a distinguir dos grandes categorías, pero es fundamental que comprendamos bien la diferencia entre ambas.
El elemento formal más importante de un laberinto es el tipo de recorrido que sigue el camino que separa la entrada del centro. Cuando no se debe tomar ninguna decisión pues solo hay una vía posible, sin encrucijadas, por muchas vueltas que dé, los laberintos se conocen como unidireccionales (son los laberintos que en inglés se denominan labyrinth).
Por el contrario, cuando el recorrido entre la entrada y el centro se bifurca en varios caminos, algunos de los cuales pueden terminar en callejones sin salida, se habla de laberintos multidireccionales, y equivaldrían al término inglés maze o al alemán irrgarten.
La gran diferencia que hay entre un caso y otro es la naturaleza del reto que nos proponen. Para llegar al centro de un laberinto unidireccional, en el que no hay pérdida posible, lo que necesitamos es voluntad y perseverancia para no desfallecer en el intento. Basta con seguir hacia adelante y, tarde o temprano, alcanzaremos el corazón del laberinto. Aunque aquí también necesitaremos fuerza si está habitado por alguna criatura terrible, como un Minotauro, ya que en este tipo de laberintos no hay lugar alguno donde poder esconderse. Así, por ejemplo, dado que en la religión cristiana es muy importante la fortaleza de la fe para superar adversidades y tentaciones, este tipo será el preferido por la Iglesia durante la Edad Media.
Por el contrario, para superar un laberinto multidireccional, con encrucijadas en las que debemos descubrir cuál es el camino correcto, nuestras mejores herramientas son la inteligencia, la memoria o, en su defecto, la fortuna. Deberemos exprimir toda nuestra capacidad intelectual si queremos descubrir la lógica de su recorrido, si es que la tiene, pues de lo contrario la situación se complica aún más. En estos casos no es necesario incluir un monstruo para dificultarnos el camino pues el monstruo es el propio laberinto. De hecho, quizá no sea casualidad que este tipo de laberintos se desarrollase sobre todo a partir del renacimiento, cuando el amor por el razonamiento volvió a extenderse por toda la cultura occidental.
Y ahora que ya sabemos qué es un laberinto y cuáles vamos a tratar en este libro, solo nos faltan dos advertencias antes de empezar nuestro viaje, una sobre el peligro que supone laberintizar las espirales y otra sobre lo arriesgado de cualquier interpretación.
Espirales peligrosas
Un día, mientras escribía este libro, al ir a preparar café me quedé asombrado al ver que la incandescente resistencia de la vitrocerámica seguía un recorrido en espiral que asemejaba un laberinto. Por un instante, incluso, dudé sobre si la persona que hubiera diseñado aquel artefacto no se habría inspirado en alguna antigua moneda cretense. En realidad, supongo, ese trazado debe de optimizar la conducción del calor. Valga esta anécdota para alertar sobre el mayor peligro que acecha al buscador de laberintos: encontrarlos por doquier. Y este problema se manifiesta sobre todo con las espirales.
Dado que muchos laberintos siguen un trazado en espiral, se pueden confundir las meras espirales con los laberintos. Sin embargo, al igual que sucede con todas las formas simples, como el cuadrado, el triángulo o el círculo, la espiral es un dibujo muy intuitivo que puede trazarse por razones de todo tipo (seguro que el lector en alguna tediosa reunión o mientras hablaba por teléfono ha dibujado casi sin darse cuenta espiral) y, además, puede simbolizar todo tipo de fenómenos antes que un laberinto. Quizá en algunos casos representen el ciclo solar y la posición del Sol en el firmamento a lo largo de las distintas épocas del año, en otros tal vez fueran olas, los largos intestinos de algún animal, una trampa de caza, un viaje psicodélico y un largo etcétera cuyo único límite es nuestra imaginación. Por lo tanto, siempre conviene mantener cierta cautela antes de identificar un laberinto a partir de una solitaria espiral.
Interpretaciones arriesgadas
El segundo gran peligro que nos espera está relacionado con la lectura de los laberintos, es decir, con la manera en que debemos descifrarlos. Como vamos a descubrir, tras el laberinto nos aguardan los más variopintos significados y lo fascinante es, precisamente, tratar de comprenderlos. Para no complicarnos más de la cuenta, podríamos limitarnos a describir el aspecto formal de un laberinto, como el diseño de la planta o el tipo de material en el que está realizado, pero si de verdad queremos conocerlo debemos interpretarlo, arrancarle sus secretos. Y aquí es donde se produce el problema.
Sobre todo cuando disponemos de pocos datos, como sucede con los petroglifos prehistóricos, toda interpretación resulta muy arriesgada. De hecho, aunque contemos con mucha información, hasta la interpretación que parece más evidente puede estar equivocada. Así, por ejemplo, hace unos años, por una mala interpretación anduve un par de días convencido de que Italia entera se había proclamado homosexual.
Por el madrileño barrio de Chueca, donde abundan los bares y tiendas enfocados al público gay, hay muchas banderas con los colores del arco iris colgando de balcones y establecimientos, ya que desde hace tres décadas fue adoptada como símbolo del orgullo de gays y lesbianas. Durante las navidades del año 2003, mientras paseaba por Venecia también observé estas banderas por doquier. Con las primeras tres o cuatro banderas pensé que por fin, en esta Italia tan marcada por la ideología del Vaticano, la homosexualidad cobraba algo de visibilidad; sin embargo, cuando las banderas pasaron a ser decenas empecé a sospechar que sucedía algo raro. ¿Es que de pronto toda Venecia había salido del armario?
Entonces, en una de las banderas descubrí escrito el término inglés pace y me di cuenta de mi error. Resulta que, por una razón que desconozco, en Italia se había escogido la bandera del arco iris como símbolo del rechazo de la invasión estadounidense de Irak. Para gran alivio del papa, imagino, Italia no se había vuelto homosexual sino pacifista.
Esta anécdota nos sirve para comprender el principal problema que supone el estudio de los laberintos. Al igual que sucede con las palabras homónimas, como la baca del coche y la vaca que nos proporciona la leche con la que cortar el café, algunos símbolos pueden tener la misma forma pero diferente significado y éste solo podemos entenderlo por el contexto. Por ejemplo, una cruz en una iglesia cristiana representa a Jesús, el hijo de Dios, pero en un templo maya lo más probable es que simbolice el Universo, que pensaban dividido en cuatro partes iguales que confluían en el centro.
Pero el problema es aún más grave pues, incluso dentro del mismo contexto cultural, un símbolo puede cobrar distintos matices y significados. Volviendo a la cruz cristiana, si es de color rojo y va sobre un fondo blanco quizá esté representando a los templarios; si arde en un páramo del sur de Estados Unidos, lo más probable es que simbolice a los energúmenos del Ku Klux Klan; si la vemos en un cementerio, la asociaremos con la muerte, pero si forma parte de una procesión para pedir que llueva, con la vida; colgando del espejo retrovisor de un coche, la cruz sirve como talismán protector, pero plantada en una avenida de la antigua Roma solo servía para ajusticiar a los condenados.
¿Debemos, por lo tanto, guardar un prudente silencio por miedo a malinterpretar un laberinto? No, por supuesto que no. A lo largo de este libro, el lector encontrará un sinfín de interpretaciones, propias o de otros autores, y es probable que en un futuro, cuando dispongamos de más información, más de una hipótesis se demuestre equivocada. Sin embargo, siempre será mejor formular una interpretación disparatada, la cual por lo menos nos da pie a seguir investigando para refutarla, que atrincherarnos en el infértil, silencio. Por ejemplo, hoy en día muchas hipótesis del escritor y mitógrafo Robert Graves han sido rechazadas por los especialistas en mitología clásica pero, sin sus teorías, es probable que nuestro conocimiento sobre los dioses de la antigua Grecia no habría avanzado tanto como para poder refutarlas.
Y ahora que ya sabemos qué nos aguarda, no demoremos por más tiempo la partida y emprendamos este viaje por los caminos del laberinto.
Sin comentarios