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El laberinto 8: Laberintos cristianos

¿Cómo terminó el laberinto en las iglesias cristianas?

El laberinto 8: Laberintos cristianos

Los romanos llevaron el laberinto a todos los rincones del Imperio que aún no lo conocían. Por entonces había adquirido un fuerte carácter protector y también se había consolidado su identificación con el mundo de los muertos, como se advierte con claridad en La Eneida de Virgilio. Al igual que sucedió con la cultura, el laberinto casi desapareció cuando, a finales del siglo V, el Imperio romano de Occidente se desmoronó ante la presión de los pueblos bárbaros y una larga noche de horror e incertidumbre cayó sobre Europa. Acorralada en los monasterios, donde pensar más de la cuenta despertaba sospechas, la cultura regresó a sus formas más primitivas. Aún así, el laberinto sobrevivió camuflado en alegorías cristianas y, hacia el siglo XIII, resurgió con nuevos significados cuando la civilización regresó al corazón de Europa.

Teseo luchando contra un Minotauro diabólico. Munich, Bayerische Staatsbibliothek Clm 14731, fol. 82v

Un Minotauro en la Iglesia

«Para que el mundo grecorromano se convierta en judío fue necesario que primero los judíos se convirtiesen en griegos».

PIERRE VIDAL-NAQUET, La Atlántida

En muchas catedrales francesas del siglo XIII se incluyeron laberintos como parte fundamental de la decoración, un mismo fenómeno que ya había sucedido en Italia un siglo antes. ¿Cómo es posible que en un templo cristiano aparezca un símbolo de naturaleza pagana? Para comprender lo que supone esta contradicción, imaginemos que en el altar se alzara Heracles en vez de Jesús.

La respuesta es sencilla. Para esa época, el significado del laberinto era distinto al de su pagano antecesor. Ahora solo nos falta descubrir cuándo y cómo se produjo esta cristianización remontándonos al inicio del medioevo.

El laberinto cristiano más antiguo del que tenemos noticia se encuentra en la iglesia de Saint Reparatus, en Orléansville, Argelia. Esta pequeña basílica se construyó en el siglo IV, cuando el arte cristiano aún no había forjado su propia personalidad, y estaba decorada con magníficos mosaicos. Tras la caída del imperio romano de Occidente, la iglesia languideció abandonada y con el paso del tiempo sufrió graves desperfectos hasta que se restauró a principios del siglo XX (aunque los mosaicos en vez de disponerse en el suelo se recolocaron, más protegidos, en las paredes).

En uno de estos mosaicos se muestra un laberinto de unos tres metros de tamaño. Aún se inspira en los modelos romanos y adopta la habitual planta cuadrada dividida en cuatro partes simétricas. En la entrada dibujaron una línea ondulada evocando el hilo de Ariadna y en el centro un sorprendente juego de letras.

Laberinto de Saint Reparatus.

Estas letras se dispusieron en un orden preciso para formar un ingenioso artificio literario. Si partimos desde la letra ese que hay en el centro, hacia la izquierda, hacia la derecha, arriba y abajo, constituyendo una cruz, se lee la palabra latina sancta (santa), al igual que en los cuatro lados se lee en dos direcciones el término eclesia (iglesia). Y aún resulta más sofisticado este palíndromo: la frase completa, sancta eclesia, se forma desde la ese central aunque viremos el orden de lectura en cualquier momento.

El mensaje del laberinto, por lo tanto, es que todos los caminos nos conducen a la santa iglesia, a Dios. Y, además, se indica mediante un artificio literario (conocido como cuadrado sator) que actuaba como talismán protector. Ahora bien, ¿por qué lo escribieron precisamente en medio de un laberinto?

Quizá fuera por las propiedades apotropaicas características de los ejemplares romanos. De esa manera se reforzaría la magia del cuadrado central. Pero también podría ser por otra razón relacionada con el laberinto como metáfora del error.

Artificio literario en el centro del laberinto.

Aunque nunca sabremos con certeza qué pensaban los clérigos de Saint Reparatus sobre los laberintos, en varias ocasiones se mencionan en los textos de los primeros autores cristianos y, en ocasiones, sirven de metáfora para expresar confusión y equivocación, lo cual también denota en el ámbito cristiano herejía y pecado. En el origen de esta metáfora quizá se encuentre en Contra todas las herejías o El pequeño laberinto una obra hoy perdida de uno de los primeros autores cristianos, Hipólito, que vivió a principios del siglo III en Roma, y como ejemplo significativo podemos leer el siguiente pasaje de san Jerónimo (345-420), uno de los padres de la Iglesia:

«Pasamos de la oscuridad a la oscuridad más grande y, como a Moisés, nos envuelve la tiniebla; el abismo invoca al abismo con el sonido de las cataratas de Dios; y, en círculos, el espíritu debe girar hacia delante y hacia atrás en sus propios giros. Sufrimos errores laberínticos y avanzamos pasos ciegos gracias al hilo de Cristo».

Esta misma idea de confusión la recoge san Isidoro (c. 536-636) en sus Sentencias:

«Los que enseñan errores de tal suerte enredan a los oyentes con perversas persuasiones y mentirosos argumentos que los meten en una especie de laberinto de donde no pueden salir.

»Tanta es la astucia de los herejes que mezclan lo verdadero con lo falso, lo bueno con lo malo, y entre otras cosas saludables ponen generalmente el veneno del error suyo, con el fin de poder persuadir más fácilmente la malicia del perverso dogma bajo el manto de la verdad».

Así, el primer gran significado que adquirieron algunos laberintos medievales fue esta idea de confusión y sus consiguientes derivadas como error, pecado y herejía. En suma, vinieron a simbolizar las dificultades del buen camino. Por inferencia, podemos suponer que el ejemplar de Saint Reparatus significaba algo parecido: en medio de la confusión se alza la Santa Iglesia protegiéndonos del mal. Si no desfallecemos por el camino y seguimos el hilo de Ariadna, si no perdemos la fe, encontraremos la salvación.

Más complicado resulta descifrar el significado del segundo laberinto paleocristiano que se ha conservado. Se descubrió hace pocos años en un templo de Cnido, una antigua ciudad en el sur de Turquía, y sigue el conocido diseño ovalado cretense. Está rodeado por símbolos cristianos, como una cruz, palmeras, las letras alfa y omega, y en la parte superior una inscripción dice en griego KYRIE BOETHEI (Dios, sálvanos).

Laberinto de Cnido.

Estos dos ejemplos, el de Saint Reparatus y el de Cnido, así como los textos cristianos donde sirve como metáfora del error, nos muestran que los laberintos sobrevivieron en el bagaje cultural de Occidente pero con nuevos significados. Cuando a partir del siglo XII se incluyeron en la decoración de las iglesias italianas, y más tarde de las francesas, hacía ya tiempo que se habían incorporado al mundo simbólico del cristianismo medieval. Y en ese proceso asumieron nuevos matices que enriquecen sus diversos significados alegóricos. Adelantémonos cuatro siglos para descubrir su evolución.

Un Minotauro diabólico

Los amantes del laberinto tenemos una deuda con Hermann Kern. Hace dos décadas publicó todos los laberintos encontrados en códices medievales y aquel completo catálogo sigue resultando fundamental para cualquier investigación al respecto. En uno de estos pergaminos, una copia de la Historia eclesiástica de Casiodoro, datado hacia el siglo XII, se muestra un laberinto circular en cuyo centro aparece Teseo luchando contra el Diablo; y si el Minotauro se ha convertido en Satanás, por oposición, Teseo simboliza a Jesús y, por contexto, el laberinto al Infierno.

Copia manuscrita de la Historia eclesiástica de Cassiodoro (si –
glo XII). Monasterio benedictino de Admont, Stiftsbibliothek.

No es un caso excepcional. Entre los distintos significados que adquirió el laberinto medieval destaca la laberintización del Infierno. Resulta complicado reconstruir cómo nació esta metáfora, pues no se ha conservado ninguna representación del laberinto de los siglos VI al VIII, pero podemos imaginarlo gracias a otro códice. En una copia de la Cronología Magna de Paolino Veneto, junto a un desdibujado laberinto, el copista añadió una frase explicativa:

«Laberinto del Minotauro construido por Dédalo. Mide 123 pasos. El que está dibujado aquí solo debe servir de ejemplo; de hecho, se dice que tenía cien puertas».

Como ya sabemos, el único laberinto con cien puertas es el que describió Virgilio cuando hablaba del antro de la Sibila, antesala del Infierno. Otro códice confirma esta sospecha. Se copió en el siglo XI en la iglesia de Frisinga (Alemania) y reproduce los comentarios del gramático romano Servio a la Eneida. En un folio donde aparece un laberinto casi borrado por el tiempo, el copista añadió:

«Mira, aquí el Minotauro devora a todos los que el laberinto encierra. Esto significa el Infierno, ese el Diablo».

Por si quedaran dudas, alguien añadió una poesía siguiendo las paredes del laberinto. Nos cuenta Kern:

«La poesía del laberinto está dirigida a los pueri, y por lo tanto se usaba en la escuela. En ella el mundo viene equiparado al laberinto, dominado por el Diablo (Zabulus), que tiene encerrados a los ciudadanos del mundo para devorarlos hasta que Teseo/Cristo consigue llegar hasta él y lo derrota con la ayuda de Dios».

Lamberto de saint Omer. Liber Floridus.

Aunque ya casi podemos reconstruir cómo se transformó el laberinto en un infierno, nos falta recordar en quién se había convertido Virgilio pasados los primeros siglos del medioevo. Cuando cayó el imperio romano, la Iglesia oficialmente condenó y despreció por paganos a los antiguos autores clásicos. Sin embargo, no podían relegarlos por completo porque representaban todo el saber de la época y, lo que aún resultaba más importante, sin ellos no podían aprender la lengua de la liturgia y de la propia Iglesia: el latín. Y decir latín es decir Virgilio, el autor más reconocido desde tiempos romanos.

Así, a pesar de las consignas oficiales, se siguió leyendo a los clásicos, y los eclesiásticos más sensibles al arte literario se rindieron ante la belleza y profundidad de aquellos textos. En un pionero ensayo de 1866, el filólogo Domenico Comparetti recogía una anécdota sintomática de esta tensión entre la postura oficial y la pasión que despertaba Virgilio:

«Este fanatismo, llevado al exceso, se nos presenta con ciertas características de leyenda. Un escritor de siglo XI nos cuenta que: “En Rávena, Vilgardo estudiaba gramática con gran intensidad, tal y como suelen hacer los italianos, descuidando todo lo demás. Había empezado a enorgullecerse como un necio por su saber, cuando una noche se le aparecieron los demonios con la forma de los poetas Virgilio, Horacio y Juvenal; y estos demonios le agradecieron con palabras falaces el estudio que hacía de sus textos y le prometieron hacerle partícipe de su gloria. Así, depravado por estas malas artes, empezó a enseñar muchas cosas contrarias a la Fe y a decir que debía creerse ciegamente en las palabras de los poetas. Al final, fue declarado hereje y condenado por el arzobispo Pietro”».

Para resolver esta contradicción, dieron con una ingeniosa solución. Si no podemos ni queremos abandonar a los clásicos, convirtámoslos en cristianos, basta con pensar que tras sus textos paganos se esconden, a modo de metáforas y alegorías, los principios del cristianismo. Y entonces descubrieron que Virgilio había anticipado nada más ni nada menos que el nacimiento de Jesús.

En la cuarta Bucólica (c. 40 a.C.), Virgilio describe la llegada de una nueva era profetizada por la Sibila de Cumas con pasajes tan significativos para un clérigo medieval como este:

«La última edad del vaticino de Cumas es ya llegada; una gran sucesión de siglos nace de nuevo. Vuelve ya también la Virgen, vuelve el reinado de Saturno; una nueva descendencia baja ya de lo alto de los cielos. Tú, casta Lucina, sé propicia al niño que ahora nace, con él la raza de hierro dejará de serlo al punto y por todo el mundo surgirá una raza de oro».

Daba igual que, en realidad, la Virgen fuera la diosa de la justicia, Temis, o su hija Astrea, el niño algún hijo de un ilustre personaje romano y la nueva edad de oro hiciera referencia a la extendida creencia grecolatina de que la humanidad ha pasado por diversas generaciones a cada cual más envilecida hasta llegar a la actual. Virgilio se convirtió en una autoridad incuestionable, casi un santo (valgan como ejemplo su inclusión entre las pinturas de los patriarcas que decoran el coro de la catedral de Zamora o las Sibilas de la Capilla Sixtina).

Por lo tanto, como san Virgilio había laberintizado el reino de los muertos, el Infierno, todo el mito de Teseo y el Minotauro podía, debía, interpretarse como una alegoría de la lucha de Jesús contra Satanás; una imagen que, además, se ajustaba a la acepción del laberinto como confusión, enredo, herejía y pecado.

Una cruz en el Infierno

Ahora que ya conocemos uno de los significados del laberinto cristiano podemos comenzar nuestro viaje por las catedrales medievales de Francia. Primera etapa: la ciudad de San Omer. Este asentamiento había crecido en torno a un monasterio fundado por san Bertín (615-709), en cuyo pavimento había un original laberinto de planta cuadrada. El monasterio y su laberinto fueron destruidos a finales del siglo XVIII durante el furor anticlerical de la revolución francesa, pero se reprodujo uno idéntico en la catedral de San Omer, tras el altar, donde podemos apreciarlo hoy en día.

El laberinto de San Omer.

Sigue un trayecto unidireccional y el camino adopta encima del centro la forma de una cruz. El matiz es importante. A diferencia de otros laberintos circulares donde la cruz aparece en el centro, en este caso, se integra en el propio recorrido de una planta rectangular. En su apasionante ensayo The maze and the warrior, el historiador Craig Wright propone una explicación muy interesante para este caso, la cual nos servirá además para entender otros similares.

Según el cristianismo, desde que Adán y Eva cometieron el pecado original, todo el mundo nace con la mácula del pecado. Para limpiarla, condición imprescindible para acceder al Cielo, es necesario bautizarse. Este requisito dejaba fuera de la salvación a los niños que morían antes del bautismo y a todas las personas justas que habían vivido antes de que nacieran Jesús y san Juan Bautista y se adoptase el ritual del bautismo. Así, por ejemplo, resultaba contradictorio que alguien como Abraham, que casi sacrifica a su hijo Isaac por imperativo divino, hubiera de permanecer en el Infierno.

Para resolver esta contradicción, los teólogos inventaron el limbo de los niños y el limbo de los patriarcas, un espacio situado en el nivel superior del Infierno, en el cual los justos habrían permanecido hasta la redención del pecado original que supuso la muerte de Jesús. Por razones que no se explican con claridad en la Biblia, cuando Jesús murió crucificado, aquellas almas fueron perdonadas y se les permitió ir al Cielo.

«La cortina del Templo se rasgó de arriba abajo en dos partes, la tierra tembló y se rajaron las rocas, se abrieron los monumentos, y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron y saliendo de sus sepulcros vinieron a la ciudad santa y se aparecieron a muchos. San Mateo (27, 51)».

Algunos pensadores medievales empezaron a preguntarse cómo se había producido esta redención y qué había sucedido con Jesús hasta que resucitó al tercer día y encontraron la respuesta en un antiguo texto cristiano que no había sido incluido en la Biblia, el evangelio apócrifo de Nicodemo (escrito tal vez hacia el siglo II). En este evangelio se dice que, tras morir crucificado, Jesús descendió al Infierno, se enfrentó a Satanás, liberó a los justos y, como signo de su victoria sobre el mal, colocó una cruz en medio de los dominios del Príncipe de las Tinieblas:

«Y al momento el Infierno se puso a temblar, y las puertas de la muerte, así como las cerraduras, quedaron desmenuzadas, y los cerrojos del Infierno se rompieron y cayeron al suelo quedando todas las cosas al descubierto. Satanás quedó en medio y estaba de pie confuso y descaecido, amarrados sus pies con grilletes. Y he aquí que el Señor Jesucristo vino rodeado de claridad excelsa, manso, grande, humilde, llevando en sus manos una cadena; con ella ató el cuello de Satanás y, después de ligar de nuevo sus manos por detrás, le arrojó de espaldas al tártaro y le puso su santo pie en la garganta diciendo: Muchas cosas malas hiciste en el decurso de muchos siglos; no te diste reposo alguno; hoy te entrego al fuego eterno […].

»Entonces todos los santos de Dios rogaron al Señor que dejase en los infiernos el signo de la santa cruz, señal de victoria, para que sus perversos ministros no consiguieran retener a ningún inculpado a quien hubiera absuelto el Señor. Y así se hizo; y puso el Señor su cruz en medio del infierno, que es señal de victoria, y permanecerá por toda la eternidad».

Según Craig Wright, esta es la historia que se narra en nuestro laberinto: el descenso de Jesús al Infierno, al laberinto, donde erige una cruz como señal de triunfo. Y, un detalle muy importante, es que esta victoria no es solo sobre Satanás, pues también vence, aplasta, a la Muerte y por eso resucita.

Albrecht Dürer, Cristo descendiendo al Infierno (c. 1512).

Los laberintos de Pascua

Para saber cuándo debía conmemorarse el Domingo de Pascua, es decir, el día en que resucitó Jesús, los monjes medievales prepararon unas tablas que, entre otras consideraciones astronómicas, equiparaban el calendario solar seguido en Occidente con el calendario lunar de los hebreos (ya que la fecha en la que había muerto Jesús solo podía calcularse a partir del calendario judío). En algunos libros que recopilaban estas tablas, en ocasiones incluyeron laberintos de planta circular entre las ilustraciones.

Además de por estos códices, sabemos que los laberintos también estaban relacionados con la Pascua por una danza semiclandestina que se celebraba en algunas catedrales francesas. Como explica la profesora Penelope Reed Doob, que ha estudiado el tema en profundidad, en la catedral de Auxerre, donde había un laberinto similar al de Chartres, los monjes celebraban una curiosa danza durante la Pascua. No estaba bien vista por las autoridades de la Iglesia, pues rozaba el paganismo, y de hecho terminaron por prohibirla en 1538, por lo que no disponemos de muchas fuentes literarias o iconográficas que nos permitan reconstruirla con precisión. Por fortuna, ha sobrevivido un texto de la época que nos aporta importantes pistas. Nos lo ofrece completo Wright:

«Una vez que recibía la pilota [una pelota de cuero] del nuevo canónigo, el deán u otro en su lugar […] iniciaba la secuencia propia de la fiesta de Pascua, las laudes o alabanzas antífonas a la víctima pascual. A continuación bailaba siguiendo el ritmo del cántico, con la pelota en la mano izquierda, mientras los demás, cogidos de las manos, ejecutaban una danza en torno al laberinto.

»Durante todo este tiempo, el deán se situaba en el centro del círculo y pasaba o tiraba la pelota a los que bailaban cuando se ponían al alcance de su vista. Era como un deporte, y el órgano dictaba el ritmo de la danza. Una vez finalizada la secuencia de cánticos y saltos, los participantes (el coro) se iban a comer.

»Allí, todos los canónigos del capítulo, capellanes y dignatarios, junto con algunos de los notables de la ciudad, tomaban asiento en bancos formando un círculo. Se les servían dulces, tartas de fruta y todo tipo de caza: jabalí, venado y conejo. También se les ofrecía vino blanco y tinto, aunque con moderación pues cada copa se llenaba una o como máximo dos veces. Mientras tanto, desde el púlpito o la silla obispal, se pronunciaba el sermón correspondiente. Más tarde, al son de las campanas mayores de las torres, se iniciaban las Vísperas».

Es decir, en esencia, en esta conmemoración los clérigos danzaban en torno a un laberinto mientras se pasaban un balón y entonaban una canción, la Victima paschali laudes, en la que se destacaba la victoria de Jesús contra la muerte, contra el Diablo. Traducida del latín dice:

«Los cristianos inmolen alabanzas
a la Víctima pascual.
El cordero inocente redimió a las ovejas,
Cristo inocente reconcilió
los pecadores con el Padre.
La muerte y la vida lucharon
en combate portentoso,
el caudillo de la vida, muerto, reina vivo.
Dinos, María, ¿qué viste en el camino?:
El sepulcro de Cristo que vive
y vi la gloria del que resucita.
Los testigos angélicos,
el sudario y los lienzos.
Resucitó Cristo, mi esperanza,
marchando delante vuestro a Galilea.
Sabemos que Cristo resucitó en verdad
de entre los muertos,
tú, Vencedor, Rey, ten piedad».

Esta danza se celebraba con seguridad en Auxerre, pero es probable que también formara parte de las ceremonias pascuales de las catedrales de Chartres y de Sens (archidiócesis de las dos primeras, donde había un laberinto de unos diez metros de diámetro que fue destruido a finales del siglo XVIII durante una reforma del pavimento). Ahora bien, ¿por qué se danzaba precisamente en un laberinto?

Reconstrucción de la planta del laberinto de Sens.

La complejidad de esta cuestión nace de la sutileza y riqueza polisémica del símbolo medieval, donde el menor matiz cambia el significado. En palabras del profesor Michel Pastoreau:

«El símbolo es un modo de pensar y de sentir tan intrínseco y connatural a los autores del medioevo, que no sienten la menor necesidad de informar a los lectores de sus intenciones semánticas o didácticas…

»Las lenguas europeas modernas, incluido el alemán, la que mayor capacidad tiene de dar vida a nuevas palabras, no disponen del suficiente léxico para traducir con exactitud la variedad y sutileza del vocabulario latino empleado en el medioevo para definir o activar el símbolo. Cuando, en un mismo texto, el latín utiliza cada vez palabras como signum, figura, exemplum, memoria, similitudo –todos términos que en español moderno se pueden traducir como «símbolo»– no lo hace indiferentemente; todo lo contrario, escoge cada una de estas palabras con cuidado ya que cada una implica un matiz esencial».

Por lo que ya sabemos, resulta tentador explicar esta danza como el descenso de Cristo al Infierno, y de hecho, la victoria de Teseo sobre el Minotauro constituye la alegoría por excelencia de la victoria de Jesús sobre el Diablo, de la vida sobre la muerte, del bien sobre el mal, pero tanto en Auxerre, como Sens y Chartres hay un aspecto en el laberinto que debemos valorar: son circulares. Viajemos hasta Chartres para descubrir qué supone esto.

El laberinto de Chartres

En el año 1194, un gran incendio destruyó casi por completo la vieja catedral de Chartres. Desesperados, los fieles pensaron que había sido un castigo divino, pero al apartar los escombros descubrieron que la cripta había resistido el calor de las llamas y que se había salvado el bien más preciado de la ciudad, la Sancta Camisia, un trozo del vestido que llevaba la Virgen María al alumbrar a Jesús. Enfervorizados por tan clara señal divina, el rey, el obispado y los numerosos gremios ciudadanos acometieron con gran energía la reconstrucción de la catedral y en apenas veinte años se terminó el cuerpo principal. Un verdadero récord para la época, aunque la inauguración oficial se aplazó hasta 1260.

La nueva catedral era admirable. Pionera del arte gótico, se convirtió en referencia para las diversas catedrales que se estaban levantando por toda Francia. Y en su nave central, apenas cruzada la entrada, lucía uno de los laberintos más hermosos de toda la historia.

Planta del laberinto de Chartres.

La planta se inspira en los modelos circulares de los códices del siglo XI. Mide 12,88 por 12,9 metros de diámetro y para alcanzar el centro se deben recorrer sus once niveles. En el centro había una placa de bronce representando la lucha de Teseo contra el Minotauro, pero fue destruida a finales del siglo XVIII, durante la revolución francesa, tal vez para fundirla y hacer cañones. El camino está formado por 276 baldosas blancas de piedra caliza, delimitadas por pequeñas piedras de mármol de color azul oscuro, casi negro. El paso se interrumpe cada noventa grados, de tal forma que los muros forman una gran cruz que preside el laberinto. En el centro se distribuyen seis semicírculos en lo que parece un árbol o una flor de pétalos lobulados.

Como en Sens y Auxerre, el laberinto de Chartres sigue una planta circular. Para entender el significado de este diseño, debemos recordar cómo concebían el Universo durante la Edad Media. Por entonces, los intelectuales cristianos le dieron gran importancia a las matemáticas y a la geometría –manifestación constatable de la sabiduría divina en la creación del Universo– por lo que se incorporaron al mundo simbólico cristiano tanto los números como las figuras geométricas. Entre estas últimas, a la que dieron mayor importancia fue al círculo pues, como Dios, no tiene ni principio ni fin, es eterno (es el alfa y el omega). De hecho, pensaban que el propio Universo seguía una estructura circular y que giraba en torno a la Tierra, que permanecía estática en el centro, lo cual resulta razonable si atendemos a los conocimientos de la época.

Copia manuscrita de las Etimologías de San Isidoro (Monasterio de Silos, siglo XI). Un diseño similar seguirá el laberinto de
Chartres realizado dos siglos después. Bibliothèque Nationale,
París. Ms. nouv. acq. lat. 2169, fol. 17 r.

Cualquier persona que haya viajado en tren, seguro que en más de una ocasión ha experimentado una curiosa sensación justo en el momento de salir de la estación: siendo aún imperceptible físicamente el traqueteo del tren por su baja velocidad, mirando por la ventanilla se puede pensar que la estación se está desplazando mientras uno permanece inmóvil. Con los movimientos de rotación y traslación de la Tierra ocurre lo mismo. En vez de pensar que el planeta se mueve en torno al Sol, una persona sin los conocimientos astronómicos necesarios puede concluir que son el Sol y el resto de astros del firmamento los que giran en torno a la Tierra. Esta concepción del cosmos, denominada geocéntrica, fue la preponderante durante siglos, hasta que Copérnico demostró lo contrario en el siglo XVI.

Además, se creía que estos astros y los cuatro elementos se ordenaban en doce esferas concéntricas. Por debajo de la Luna, se situaban la esfera de la tierra, el agua, el aire y el fuego; y por encima, la Luna (que se consideraba un planeta), Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno. Por último, cubriendo la bóveda celeste se distribuían las estrellas (que permanecían inmóviles).

Y ahora que sabemos esto, volvamos a Chartres. En general, se suele decir que este laberinto consta de once vueltas o niveles, lo cual nos da un número bastante insípido que suele denotar imperfección. Sin embargo, resulta contradictorio que con tanto círculo, la figura geométrica perfecta, en nuestro laberinto el once sea el número más destacado.

Sin embargo, si contamos también el centro, o cuanto menos los semicírculos, obtenemos una cifra mucho más acorde con el contexto, el doce, como las esferas del cielo. Así, además de otros significados (el mundo y sus complicaciones), este laberinto también podría simbolizar el propio Universo.

Un laberinto apocalíptico

Ya casi contamos con todos los elementos para formular una posible interpretación del laberinto de Chartres, pero antes debemos mirar a su alrededor en busca de una última pista. Por tamaño y forma, el laberinto se relaciona con el espléndido rosetón que hay en la pared oeste. De hecho, no parece accidental que la distancia desde la entrada oeste al centro del laberinto sea de 32 metros, la misma que la separa al centro del rosetón (formando así un triángulo isósceles).

Además, ya sea esta relación matemática coincidencia o un efecto buscado, tanto la puerta central del pórtico, como el rosetón y el laberinto forman una unidad visual para el fiel que entra en la iglesia. Es decir, para alcanzar el altar, por fuerza, nos cruzamos con estos tres puntos. Y tanto en el rosetón como en el pórtico aparece representado el Apocalipsis, uno de los pasajes de la religión cristiana más rico en símbolos y metáforas.

En esencia, en el Apocalipsis se describe el fin del mundo tal y como lo conocemos. Primero se abaten sobre la Tierra una larga serie de desastres a cada cual más espantoso y, a continuación, las fuerzas del bien se enfrentan a las del mal. Satanás cae derrotado y, por último, se celebra el conocido Juicio Final en el que se decide donde vivirá cada uno por toda la eternidad: si se ha pecado, en un lago de ardientes llamas; y si se han obedecido los preceptos divinos, en un nuevo reino que instaurará Jesús en la Tierra.

Esta posible relación del Apocalipsis con el laberinto, por lo menos en el caso de Chartres, la podemos terminar de entender si cruzamos la frontera y nos acercamos a Bélgica.

El camino de Jerusalén

En la iglesia de la antigua abadía de Nuestra Señora de San Remy, en Rochefort (Bélgica) se reprodujo en 1991 una réplica casi exacta del laberinto de la catedral de Chartres, pero en el centro, en vez de Teseo luchando contra el Minotauro, se muestra una ciudad amurallada con varias puertas, tres en cada uno de los cuatro lados. Ya sabemos que los romanos identificaron la ciudad de Troya con los laberintos y, como herencia de esta tendencia, durante la Edad Media también se relacionaron otras ciudades legendarias, sobre todo si contaban con grandes murallas (como sucedió con Jericó y Babilonia).

Laberinto de la abadía de Nuestra Señora de San Remy, en Rochefort (Bélgica). © André Beauclercq

Una de estas ciudades laberintizadas fue Jerusalén, pero no la ciudad de los hombres. En la Biblia se mencionan dos ciudades llamadas Jerusalén, una es la terrenal y otra es la celestial. En el Apocalipsis se cuenta que esta última descenderá del Cielo cuando esté instaurado el reino de Dios en la Tierra y allí vivirán felizmente los hombres justos:

«He aquí el tabernáculo de Dios entre los hombres, y erigirá su tabernáculo entre ellos, y ellos serán su pueblo y el mismo Dios será con ellos, y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado. Apocalipsis, (21, 1)».

De hecho, el propio Dios forma parte intrínseca de esta Jerusalén celestial.

Pero templo no vi en ella, pues el Señor, Dios todopoderoso con el Cordero, era su templo. La ciudad no había menester de sol ni de luna que la iluminasen porque la gloria de Dios la iluminaba, y su lumbrera era el Cordero. Apocalipsis, (21, 22).

Y el autor del Apocalipsis, san Juan, nos explica que esta ciudad, como sucede con la del laberinto belga de San Remy:

«Tenía un muro grande y alto y doce puertas, y sobre las doce puertas doce ángeles y nombres escritos, que son los nombres de las doce tribus de los hijos de Israel: de la puerta de Oriente tres puertas, de la parte del Norte tres puertas, de la parte de Mediodía tres puertas, y de la parte del Poniente tres puertas. Apocalipsis, (21, 12)».

Por lo tanto, lo que se está mostrando en el centro de estos laberintos es el triunfo universal de Jesús tras el Apocalipsis, simbolizado en la Jerusalén celestial en el caso de San Remy y con la victoria de Teseo sobre el Minotauro en el de Chartres.

Y así podríamos reconstruir el mensaje que se transmitía a los fieles en la catedral de Chartres. En los relieves y el rosetón de la entrada, primero se afirmaba que al final de los tiempos sucederá el Apocalipsis, la condena eterna para todos los pecadores; pero, al cruzar el umbral, vemos la solución a destino tan funesto: tras el Juicio Final, el mundo, el Universo, el laberinto, será un lugar formidable para quien no se ha perdido por el camino y lo ha recorrido por completo con fe y perseverancia.

En este sentido, la conexión entre la Pascua y el Apocalipsis, y por ende con el laberinto, resulta comprensible. En ambos casos se aborda el triunfo de Jesús, la victoria del bien sobre el mal, de la vida sobre la muerte. Jesús se describe en el Apocalipsis como un cordero sacrificado, al igual que sucede con la canción de la Victima paschali, porque es muriendo como derrota a la muerte, como abre las puertas del Cielo, como se permite a los hombres alcanzar la Jerusalén celestial, el centro del laberinto.

La fiesta de Pascua no conmemora la muerte de Jesús sino su resurrección. Es una fiesta que se celebra en primavera, cuando regresa la fertilidad agrícola tras la muerte invernal, cuando Perséfone escapa del Hades gracias a la danza del géranos, a la danza de Auxerre. Al morir en la cruz, Jesús consiguió la vida eterna para la humanidad ya que la redimió del pecado original y con ello abrió las puertas del Paraíso a los justos. Es una victoria de la vida sobre la muerte que se conmemora, y con ello se renueva, cada fiesta de Pascua, que no por casualidad sucede en primavera, cuando comienza la fase fértil del ciclo agrícola.

Los antiguos griegos festejaban este triunfo de la vida con la danza del géranos, en la que se evocaba el regreso de la primavera tras los meses de invierno, es decir, después de que Teseo derrotara al Minotauro en el laberinto, en el reino de los muertos. Y los clérigos de Auxerre, Sens y Chartres retomaron parte de este concepto similar durante sus celebraciones de Pascua. Con la muerte de Jesús y la derrota de Satanás llega la vida, se renueva el Universo, el laberinto, tal y como sucederá definitivamente cuando suceda el Apocalipsis o como sucedió tras el Diluvio.

Notas y lecturas complementarias sobre el laberinto en la Edad Media (capítulos 8, 9 y 10)

Fuentes:

  • ANÓNIMO. Tabla de Cebes. Traducción de Paloma Ortiz García. Gredos, Madrid 1995.
  • DANTE ALIGHIERI. La Divina Comedia. Espasa-Calpe.
    Madrid, 2006.
  • Evangelios apócrifos. Edición de Aurelio de Santos Otero.
    Biblioteca de autores cristianos. Madrid, 1999.
  • SAN ISIDORO DE SEVILLA. El libro II y III de las sentencias.
    Apostolado Mariano. Sevilla, 1999.
  • SAN ISIDORO DE SEVILLA. Etimologías. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.
  • VILLARD DE HONNECOURT. Cuaderno. Traducción de Yago
    Barja de Quiroga. Akal. Madrid, 2001.
  • VIRGILIO. Bucólicas. Traducción de Tomás de la Ascensión
    Recio García. Gredos. Madrid, 2000.
  • Para las citas bíblicas he utilizado la edición facsímil de la
    Sagrada Biblia de Eloíno Nácar Fuster y Alberto Colunga. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2008.

Lecturas complementarias y referencias:

  • COMPARETTI, DOMENICO. Virgilio nel Medioevo. La Nuova
    Italia. Florencia, 1941.
  • DAVY, MARIE-MADELEINE. Iniciación a la simbología románica. Akal. Madrid, 2006.
  • DUBY, GEORGES. La época de las catedrales.Cátedra. Madrid, 1993.
  • FLORENT-GOUDOUNEIX, YVETTE. Le labyrinthe de san Vitale à
    Ravenne.
    En el Bollettino economico della CCIAA di Ravenna (2001). Rávena.
  • FULCANELLI. El misterio de las catedrales. De Bolsillo. Barcelona, 2003.
  • KAPPLER, CLAUDE. Monstruos, demonios y maravillas a fines de la Edad Media. Akal. Madrid, 1986.
  • KUNST, HANS-JOACHIM; SCHENKLUHN, WOLFGANG. La Catedral de Reims. Siglo XXI. Roma, 1996.
  • LE GOFF, JACQUES. L’immaginario medievale. Edizione Laterza. Roma, 1998.
  • MASSOLA, GIORGIO; FABRIZIO, VANNI. Il Labirinto di Pontremoli. Storia e interpretazione di un simbolo del pellegrinaggio. Editoriale Gli Arcipressi. Florencia, 2002.
  • PASTOUREAU, MICHEL. Medioevo simbolico. Edizione Laterza.
    Roma, 2007.
  • SERRA, CRISTÓBAL. Apocalipsis. Siruela, Madrid, 2003.
  • TUBAU, DANIEL. La verdadera historia de las sociedades secretas.
    Alba.
    Barcelona, 2008.

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