el tarot: 12. El señor de las tinieblas
Análisis de los triunfos de la Torre y el Diablo durante el Renacimiento
La Torre
La Torre suele ocupar la posición décimo quinta o decimosexta de la jerarquía de triunfos, precedida siempre por el Diablo: una sucesión lógica pues este triunfo representa el Infierno, el castigo divino, la ira de dios. Esto puede parecer extraño si nos atenemos a su denominación actual, ya que no parece existir relación alguna entre una torre y el infierno, pero por los nombres que recibía en la Italia del siglo XVI no queda lugar a dudas. En general, estos nombres se pueden clasificar en dos grandes grupos. En uno, el más frecuente, se hacía referencia al fuego y el rayo, lo que abarca también el término de «saeta» que aparece en el sermón de Steele. Como veremos, son apelativos que guardan relación con el Infierno. De hecho, en el segundo grupo esta relación es mucho más evidente. Son locuciones como «la casa de Plutón», «la Casa del Diablo», «la casa del condenado», etcétera. También en el tratamiento iconográfico se distinguen dos grupos principales. En uno predomina la imagen de una torre destruida por un rayo; en otro se evocan escenas infernales. Comencemos analizando el primero.
El triunfo de la Torre no se encuentra en las barajas visconteas, ya fuera porque se ha perdido, ya fuera porque nunca existió. El tarot más antiguo donde se ha conservado es la baraja de los Medici, donde se muestra una torre negra, parecida a una pequeña fortaleza, medio derruida por las llamas. En la parte superior hay una mancha negra, quizás en representación del Sol, de la que surge una llamarada como si fuera un relámpago. La Torre de la hoja de Rosenwald es casi idéntica, salvo por el detalle irrelevante de que el Sol está desplazado a la derecha. En la hoja de Rothschild se incluye un elemento nuevo en la composición, dos figuras humanas cayendo, que volveremos a encontrar en la Torre de la familia marsellesa.
Acostumbrados a imaginar un infierno subterráneo, sembrado de diablejos y cadenas, quizás resulte sorprendente que en la época lo representaran con una torre en llamas, pero el misterio resulta menos turbio si analizamos los dos elementos iconográficos principales del triunfo por separado —el fuego y la torre— y los situamos en el contexto cultural de la época.
Torres en llamas
Hasta la invención del pararrayos en el siglo XVIII, no era extraño que una construcción se incendiara por culpa de un rayo. En una época donde las casas estaban construidas de madera y a siglos de distancia de un cuerpo de bomberos eficaz, podemos imaginar el miedo con que se vivía una tormenta con rayos.
En el triunfo de la Torre, sin embargo, el rayo destructor simboliza algo más que un accidente de la naturaleza. Es la ira de Dios que cae sobre los malvados. Es el rayo de Zeus, fabricado por los cíclopes, asimilado por el cristianismo como el arma con que Dios castiga a los pecadores. Así, por ejemplo, en Iconología (1593), un ensayo muy popular sobre las convenciones iconográficas de los siglos XVI y XVII, Cesare Ripa explicaba que el flagelo de Dios debía representarse como:
«Un hombre vestido de color rojo que en la mano derecha tiene una fusta y en la izquierda un rayo […]. En color rojo significa ira y venganza; la fusta es la penitencia para los hombres más dignos de perdón, para corregirlos y que permanezcan por el buen camino, según el dicho: Quos amo, arguo e castigo [“yo castigo y reprendo a los que amo”, una expresión del Apocalipsis (19, 3) que equivaldría a la locución “quien te quiere, te hará llorar”]. El rayo es signo del castigo de aquellos que, obstinadamente, perseveran en el pecado y creyéndose al final de la vida, suplican sin esfuerzo el perdón de Dios […]».
Es el mismo rayo, por ver otro ejemplo, del que habla Sebastian Brandt en el capítulo 86 de La nave de los necios, en relación al castigo divino que caerá sobre el que desprecia a Dios: «A quien cree que Dios no le va a castigar porque Él acostumbra esperar, le fulmina a menudo el rayo antes de declinar el día». En el desarrollo, Brant explica que tarde o temprano, sobre los pecadores cae el rayo de Dios: «Pues muchos tienen por seguro que, si el rayo no les incendia al punto la casa y los fulmina cuando cometen su fechoría, o no mueren pronto, no tienen por qué seguir temiendo, pues Dios se ha olvidado de ellos y esperará aún muchos años y hasta puede que les recompense por su acción».
El fuego de estas cartas también guarda relación con el castigo divino. No son llamas normales, sino las que castigan a los condenados. Desde los primeros tiempos del cristianismo, el Infierno se caracterizaba en los textos por dos elementos, los gusanos y el fuego infernal. Los gusanos, voraces e insaciables, roen la carne provocando dolores insufribles con su veneno. El fuego quema al condenado, cuyo cuerpo se reconstituye una y otra vez para volver a sufrir el suplicio durante toda la eternidad. Además, hay otro fuego aún más terrible. Quema por dentro y provoca un sufrimiento indescriptible. Es el fuego que se conoce como «pena de daño», la conciencia de estar separado de Dios. Así, por ejemplo, en el siglo IV Juan Crisóstomo decía de este fuego en una homilía sobre san Mateo:
«Cuando alguien es condenado al fuego pierde, por supuesto, el reino, y éste es el mayor castigo. Ya sé que muchos tiemblan ante el solo nombre de la gehena, pero para mí la pérdida de esta gloria superior es mucho más terrible que los tormentos de la gehena […]. La gehena es una cosa intolerable, es un castigo temible; pero aunque nos amenazaran con mil gehenas, no sería nada en comparación con la pérdida de esta gloria destinada a hacernos eternamente felices; ¡qué suplicio ser un objeto de repulsa para Cristo, oír de su boca: “No te conozco”; ser acusado por Él de no haber querido darle de comer cuando se encontraba necesitado”».
Juan Crisostomo. Homilias sobre san mateo (46-90).
En cualquier caso, ya sea el que tortura la carne o el que angustia el espíritu, el fuego es la quintaesencia del Infierno. Desde los primeros tiempos del cristianismo, hablar de fuego equivale a hablar del reino de los condenados. Las torturas que aguardan en el más allá a los pecadores pueden variar según el sadismo y la imaginación de cada época. A veces serán meros pucheros de llamas, en otras se descuartizará la carne y se roerán los cuerpos, pero siempre aparece el fuego como elemento principal. De hecho, no es casualidad que el triunfo de la Torre, el Infierno, se denominase con frecuencia precisamente así. Y este fuego infernal está relacionado con el rayo como herramienta con la que Dios castiga a los pecadores. Valga como ejemplo este pasaje de un sermón sobre el Juicio Final escrito hacia 1150 por un monje llamado Julien de Vézelay:
«La gehena [el Infierno] es un fuego en el estado de elemento puro, del que se dice que están hechos los relámpagos, que no tienen ninguna base material ni soporte alguno, y cuya violencia es tal que, cuando caen del cielo, ninguna materia puede resistirlos. Así pues, se enfrentarán [tras el Juicio Final] a un fuego que no puede apagarse y un cuerpo que no puede consumirse; el alma encerrada en la prisión de un cuerpo que no puede consumirse experimentará —como si se hallara dentro del toro de bronce de Falaris— las quemaduras de la máquina que es el cuerpo, pero sin poder escapar. Hay quienes no dan crédito a todo esto porque tienen el corazón atado a los valores del mundo; no creerán en la existencia del Infierno más que cuando caigan en él».
Sermón 21. En G. Minois, 2005
El significado concreto de la torre resulta más complicado de precisar. ¿Representaba una construcción genérica o hacía referencia a alguna en concreto? Una vez más, nos encontramos ante un enigma de difícil respuesta, aunque, como hipótesis de trabajo, resulta sugerente compararla con la torre de Babel. La historia es conocida. Según el capítulo once del Génesis, hubo un tiempo en que todos los seres humanos hablaban la misma lengua. Un día decidieron construir una torre cuya cúspide tocase los cielos. Al verla, Dios decidió castigarles dispersándolos por toda la Tierra y dando distintas lenguas a unos y otros para que se confundieran.
La versión del mito que llegó al Renacimiento es la que podemos leer en el capítulo dedicado a Nemrod del De casibus de Boccaccio. Nemrod era un gigante malvado y muy poderoso que gobernaba a la humanidad tras el Diluvio. Por soberbia y vanidad, trató de levantar esta torre con el objetivo de alcanzar el Cielo y «tirar al señor que allí estaba», es decir, para ocupar el lugar de Dios. Por eso fueron castigados con la dispersión por la tierra y la diversificación de la lengua. Si esta hipótesis fuera correcta, entonces tal vez Nimrod o sus seguidores serían los que están representados en los hombres que caen de la torre de la hoja de Rothschild.
De todas maneras, la identificación de la torre no altera el concepto genérico del triunfo, que debe entenderse como el castigo de Dios por los pecados del ser humano, es decir, como el rayo y el fuego, como el Infierno.
El Infierno
El significado de la Torre como representación del Infierno y el castigo divino se advierte mejor en algunas representaciones iconográficas de las barajas francesas. En el tarot de París, el triunfo se denomina «La Fovldre», el rayo. En lugar de la torre incendiada, muestra un demonio que toca un tambor mientras un monstruo espantoso, con las fauces en llamas, engulle a dos personas. Sobre el hocico de la bestia hay un personaje pequeño, vestido de negro, con un elemento extraño sobre la cabeza. Tal vez se traten de unos cuernos y el personaje sea otro demonio, pero también podría representar el gorro de un bufón, lo que remitiría al concepto de locura como pecado que veremos más adelante. El monstruo es el Leviatán, una criatura bíblica de dimensiones gigantescas que vive en el mar. Durante la Edad Media fue lugar común situar al Leviatán en la puerta del Infierno. El monstruo se transforma en una especie de cancerbero que engulle a los condenados. No es una fiera pasiva, un umbral entre la superficie terrestre y el inframundo, sino un agente activo. Es la encarnación del Infierno que emerge de debajo de la tierra para arrastrar a los malvados hacia el suplicio eterno.
En el tarot de Catelin Geofrey, en el triunfo de la Torre aparece un hombre tocando un violín mientras un demonio con patas de gallo sujeta a una mujer. En el fondo se atisba el arco de una puerta, humo y llamas. Lo más probable es que la escena represente un pasaje del mito clásico de Orfeo y Eurídice, muy en boga en la época. La historia es conocida. Después de que muriese su amada Eurídice, Orfeo descendió al Infierno e imploró por su vida. Hades accedió conmovido por su canto y le dio permiso para llevársela, pero le impuso una condición. Orfeo no debía ver el rostro de su esposa hasta que ambos salieran de sus dominios. Y así se pusieron en camino los dos enamorados, el uno delante de la otra, y en silencio recorrieron valles y pendientes envueltos por la fría niebla de la muerte hasta que, cuando estaban a punto de alcanzar la superficie, Orfeo se giró para ver si Eurídice le acompañaba y al instante una fuerza irresistible volvió a llevarse a su amor por segunda vez, momento que se recoge en esta carta del tarot de Catelin Geofrey.
La Torre de la familia marsellesa se parece a la Torre de la hoja de Rothschild. Los rayos están representados por pequeñas esferas coloreadas y también hay dos personas cayendo, pero lo más desconcertante es el nombre que está escrito en la parte inferior: «la Maison Dieu», la casa de Dios. Se ha sugerido que podría derivar de acortar el nombre italiano «La casa del Diav[olo]», pero también tendría sentido si hiciera referencia a la casa de Dios, es decir, al Cielo, si comparamos el nombre con la imagen que aparece en el triunfo de la Torre de las minchiate florentinas del siglo XVIII. En este caso se muestra dos personas saliendo espantadas de una casa en llamas. Una persona es una mujer rubia, de pelo largo, casi desnuda salvo por un paño en la cintura. El otro personaje se trata de un hombre. En conjunto, la escena recuerda la expulsión de Eva y Adán del Paraíso, el mayor castigo divino, la privación de participar de la Gloria de Dios. En general, los maestros naiperos de la familia marsellesa realizaron su propia interpretación de los triunfos más crípticos, como el Tiempo, que transformaron en el Ermitaño. Por lo tanto, tal vez lo que ocurrió fue que mantuvieron la iconografía heredada de los tarots italianos, la torre en llamas, pero incorporaron el castigo divino de las minchiate, la expulsión del Paraíso, la pena de daño.
Vacas, ovejas y meteoritos
También podemos seguir otra línea de investigación para explicar este curioso término de la Casa de Dios. En la hoja de Cary, que es un puente entre las barajas italianas del siglo XV y las francesas de los siglos XVII y XVIII, el triunfo de la Torre está deteriorado, pero en el fragmento conservado se advierte que en la esquina inferior derecha hay ¡una vaca! Este curioso elemento iconográfico se ha relacionado con la escena mostrada en el triunfo de la Torre del tarot de Jacques Vieville. La torre ha desaparecido y en su lugar vemos a un pastor con un rebaño de cabras y ovejas sobre el que está cayendo una lluvia de fuego o de meteoritos. Andrea Vitali ha interpretado esta singular escena en función de un pasaje de la vida de Job.
Según se cuenta en el libro de Job (I, 6), Satán fue a ver a Yave y dijo que venía de darse una vuelta por la tierra. Entonces, Yave le preguntó si había reparado en Job, «que no lo hay como él en la tierra, varón íntegro y justo, temeroso de Dios y apartado del mal». Satán respondió que Job era tan bueno y devoto porque le iba muy bien en la vida gracias a la protección divina, pero que en cuanto le vinieran mal dadas le daría la espalda. Para demostrar al Diablo que estaba equivocado, Dios permitió que sobre Job se abatiera la desgracia. Un día, mientras comía con sus hijos e hijas en casa de un pariente, llegó un mensajero para decirle que habían robado sus bueyes y matado a los siervos que los custodiaban. Aún no habían terminado de comunicarle esta noticia cuando apareció otro mensajero para avisarle de que otro grupo de bandidos se había apoderado de sus camellos. Otro mensajero le dijo que había llegado un torbellino del desierto y había destruido su casa y los que se encontraban dentro. Justo antes, había llegado un tercer mensajero que había dicho: «Ha caído del cielo fuego de Dios que abrasó a las ovejas y a los mozos, consumiéndolos. Sólo he escapado yo para darte esta noticia».
Según Vitali, este sería el pasaje reflejado en el tarot de Vieville y posiblemente en la hoja de Cary: el fuego de Dios que ha destruido el ganado de Job para comprobar la veracidad de su fe. Por otro lado, señala este autor, la expresión fuego de Dios con que se designa la calamidad ígnea que cae sobre los pastores y el ganado de Job podría estar relacionada con una creencia ancestral. En algunas zonas de próximo Oriente y el Mediterráneo, los meteoritos, las «piedras del rayo» se empleaban como talismanes y recibían el nombre de betilos, un término de origen hebreo que traducido significa «la casa de Dios»:
«La idea que los rayos podían ser de dos naturalezas distintas, una destructiva y otra benéfica, se encuentra ya en Plinio, quien en Naturalis Historiae (XXXVII, 134) divide las piedras del rayo en negras y rojas. Con las negras y redondas, que eran sagradas y se llamaban betilos, se podían derrotar ciudades y flotas enemigas, mientras que las rojas solían definirse como simples rayos. El betilo —término derivado del hebreo Beth-el, Casa de Dios— fue asignado por la tradición popular a todas las piedras de procedencia celestial».
Por lo tanto, tal vez el curioso nombre del triunfo de la Torre en las barajas marsellesas se derive de estos betilos hebreos. Sin embargo, para confirmar esta hipótesis de Vitali habría que encontrar documentos franceses de los siglos XVII o XVIII que atestiguasen el empleo de la expresión «la casa de Dios» para referirse a los meteoritos, lo cual sigue pendiente de confirmación.
Conocido el Infierno, vamos ya con su señor: el Diablo.
El Diablo
No se ha conservado, si es que alguna vez existió, ningún triunfo del Diablo de los tarots pintados a mano del siglo XV. La representación más antigua que conocemos se encuentra en la hoja de Cary. El Diablo está armado con un tridente con el que está ensartando a una persona para echarla a una cesta que lleva en la espalda, en la cual ya hay otras dos. Los condenados están desnudos pues el alma desciende al Infierno desnuda y sola. En la hoja de Rosenwald, el Diablo es menos agresivo, no se lleva ningún ser humano y se limita a mirarnos gruñón mientras sostiene un tridente; por el contrario, en la hoja de Rothschild se muestra un Diablo grastrocéfalo de aspecto aterrador, con alas de murciélago o de dragón, devorando unos condenados.
El modelo iconográfico del Diablo peludo y cornudo, en líneas generales, se formó durante la baja Edad Media y en gran parte deriva de la iconografía de criaturas folclóricas de la Antigüedad pagana, como los sátiros. Como explico en El Laberinto, historia y mito, un ejemplo paradigmático de esta satanización de antiguas divinidades o criaturas mitológicas es el Minotauro, que a partir del siglo XI se utilizó con frecuencia en diversas iglesias de Francia e Italia como alegoría del Diablo. Este proceso de sincretismo iconográfico solía obedecer a una estrategia propagandística en la que se equiparaban elementos paganos con el mal, como hicieron por ejemplo en el norte de Europa transformando los otrora bondadosos elfos en enanos y hadas que jugaban malas pasadas a los humanos, pero también fue resultado de la mera necesidad de inspiración artística.
El Diablo del tarot de Vieville se parece al de la hoja de Rothschild, aunque tiene otras tres pequeñas caras repartidas entre el hombro izquierdo y las rodillas. También tiene unas alas membranosas, reflejo invertido de las alas de los ángeles, pues, como es sabido, el Diablo es un ángel caído. Tiene garras de fiera, barba de chivo y echa fuego por la boca, un tópico de esta figura mitológica que ya se describía en la Biblia. El Diablo del tarot de París también se asemeja a este patrón, pero sostiene un tridente y una cadena, elemento este último que simboliza su capacidad de arrastrar y ligar a los condenados al Infierno. En el patrón de Marsella, los cuernos de toro se han cambiado por unas astas de reno, probablemente como resultado del mayor peso de la cultura celta en Francia. Además, en este caso, junto al Diablo, que está subido en una especie de trono, hay otras dos figuras demoníacas, tal vez como reflejo de la Virgen María y Juan Bautista acompañando a Jesús en las representaciones del Juicio Final.
Por último, cabe destacar el Diablo del tarot Leber, que guía un carro tirado por dos caballos embravecidos por un campo en llamas. Se cubre con una capa negra y en los brazos sujeta una joven desnuda que está llevándose al Infierno. La carta lleva por nombre «Perditorum Raptor», que se podría traducir como el rapto de los condenados. En consonancia con el gusto por el mundo clásico que se advierte en el anónimo autor de esta baraja, la escena parece inspirada en el antiguo mito griego del secuestro de Perséfone.
Hades, rey del Infierno, se enamoró de Perséfone, hija de Zeus y Deméter, que era la diosa del grano y la tierra cultivada. En un arrebato de pasión, la raptó y la llevó al reino de los muertos. Desconsolada, Deméter buscó a su hija por todas partes, pero no la encontró y fue tal su pena que se retiró a Eleusis, cerca de Atenas. En ausencia de la diosa de la agricultura, nada comestible crecía sobre la tierra y los mortales se morían de hambre, así que Zeus decidió intervenir antes de que el desastre fuera a mayores y le dijo a su hermano Hades que liberase a la hermosa diosa. Hades consintió de mala gana, pero antes de que Perséfone saliera del reino de los muertos le regaló unas suculentas semillas. La diosa se las comió y con tan parca pitanza selló definitivamente su destino, pues nadie que se hubiera alimentado con las viandas de los muertos podía volver entre los vivos. Sin embargo, como algo se debía hacer para apaciguar a Deméter, por fin consiguieron llegar a un acuerdo. Durante seis meses al año, tantos como semillas había comido, Perséfone permanecería con su esposo entre los muertos, y durante los otros seis estaría con su madre. Por eso desde entonces se alternan las estaciones: unas tristes en las que no crece nada, cuando Perséfone marcha con Hades, y otras alegres en las que florece la vida.
El Diablo eclesiástico
Como sucedía con el Colgado, la iconografía el triunfo del Diablo tampoco presenta grandes dificultades de interpretación; sin embargo, no resulta tan fácil comprender cómo fue posible que se incluyese en una baraja de cartas. ¿No tenían reparos supersticiosos en jugar con el príncipe de las tinieblas? Y, lo que es aún más intrigante, ¿cómo es que la Iglesia lo permitía al mismo tiempo que comenzaba la gran quema de brujas? Para resolver estas cuestiones, antes debemos recordar algunos detalles esenciales sobre el Diablo tardomedieval.
En el siglo XV, había tres maneras principales de entender y vivir al Diablo. Una era la que proponía oficialmente la Iglesia. El Diablo es el príncipe del mal, señor del Infierno, un lugar espantoso donde los pecadores sufrirán tormentos durante toda la eternidad. Es un agente activo que vive entre los seres humanos tratando de que incurran en el pecado al caer en el sinfín de tentaciones que hay en la Tierra. La segunda manera de entender al Diablo arraiga en el pasado pagano y forma parte de la cultura popular. Es un Diablo relacionado con la magia, las brujas y la Inquisición. Y la tercera es el Diablo literario y desdramatizado que encontramos en el tarot.
El primer tipo de Diablo, que podemos denominar Diablo eclesiástico, tomó forma entre mediados del siglo XII y principios del XIII. Por entonces adquirió fuerza la creencia de que entre el Infierno y el Cielo hay un espacio intermedio, el Purgatorio, donde van a parar las almas de los pecadores que todavía pueden terminar en el Cielo si «purgan» sus pecados. Como planteó Le Goff en sus estudios pioneros al respecto, en una época donde está naciendo el comercio moderno y se está recuperando la aritmética, el tiempo del Purgatorio se calcula de forma proporcional a los pecados cometidos. Mientras que antes bastaba cualquier pecadillo para terminar roído por los gusanos en el Infierno para toda la eternidad, ahora el tormento y su duración son más o menos intensos en función de la gravedad del pecado. Y aquí la Iglesia encontró un filón de oro.
En un hábil ejercicio de mercadotecnia, la Iglesia definió un plan de tarifas que permitía pasar menos tiempo y entre menos tormentos las penas del Purgatorio. Entregando dinero a la Iglesia —ya fuera bajo concepto de limosna, encargando costosas misas o, más tarde, comprando bulas papales—, las personas podían reducir su tiempo de Purgatorio, un lugar donde más o menos terminaba todo el mundo en su sano juicio, pues, ¿acaso hay algo más normal que querer comer, descansar o hacer el amor, pecados respectivamente de gula, acidia y lujuria?
Casualidad o coincidencia, al mismo tiempo que tomaba forma el negocio del Purgatorio, la Iglesia potenció un discurso del miedo que se iba retroalimentando en cada representación plástica o literaria. Así, en un despliegue de sadismo espeluznante, artistas, literatos y eclesiásticos comenzaron a describir horrores cada vez más espantosos. Junto con el fuego y los gusanos, ahora aparece una cohorte de demonios monstruosos que someten a los condenados a torturas inmisericordes: mujeres colgadas por los pechos, miembros arrancados con tenazas, personas ahorcadas con sus propias entrañas, zambullidas en estanques de pez hirviendo, engullidas y defecadas una y otra vez, obligadas a tragar plomo candente, devoradas a dentelladas por criaturas aterradoras. Cadenas, tinieblas, fuego, sombras, dolor… desde los púlpitos, desde los tímpanos, desde todas las plataformas a su disposición, la Iglesia construyó un Infierno cada vez aterrador, cada vez más útil para defender la necesidad de vivir bajo el temor de Dios y, por ende, bajo el poder de la Iglesia. El ejemplo más sintomático de aquella mezcla de fascinación y repulsión con que se abordó el Diablo en los albores de la Edad Moderna son los aquelarres de las brujas, el «sabbat».
El Diablo de los brujos
En los siglos XV y XVI, en las fechas que se desarrolla el tarot, el Diablo y el Infierno alcanzan su máxima popularidad. Las representaciones plásticas son ya variantes sobre el mismo tema. Algunos autores, como el Bosco, consiguen conferir mayor dramatismo a sus composiciones infernales, pero el marco general es siempre el mismo. El Infierno es un lugar horrible, sembrado de demonios y tormentos, donde termina el condenado en cuanto muere y donde permanecerá para toda la eternidad tras el Juicio Final. El Diablo eclesiástico, monstruoso, voraz, tentando una y otra vez a los seres humanos está más presente que nunca antes en la cultura europea. Durante estos dos siglos se suceden prolijos ensayos donde se habla del Diablo, se clasifican los demonios según cada tipo de pecado, según los elementos, se discute sobre su alcance en la Tierra, se analizan sus nombres y advocaciones: Lucifer, Mamón, Asmodeo, Leviatán, Belcebú, Satanás, Belphegor… Los manuales de demonología, destinados a inquisidores, pero también para el público general, se convierten en auténticos best seller de la época. Es en este contexto cuando apareció la secta de las brujas con sus aquelarres diabólicos.
Desde principios del siglo XV, sobre todo en Francia, Alemania, Suiza y, en menor medida, en Italia e Inglaterra, se desató una obsesiva persecución contra la brujería diabólica, que alcanzó su cénit en el siglo siguiente, para luego ir languideciendo durante el XVII. En total fueron unos doscientos años en los que las autoridades religiosas y laicas se lanzaron a la «caza de la bruja». El número exacto de personas que fueron acusadas y condenadas por brujería resulta complicado de precisar. En algunos textos contemporáneos se suelen indicar cifras exageradas, pero, aunque siempre espeluznantes por definición, todo indica que el número real de condenas fue relativamente bajo. Giordano Berti (2010) calcula que fueron unas 50.000 víctimas para toda Europa y, para Italia, Andrea del Col, basándose en los estudios de Richard Kieckhefer y sus propias investigaciones, calcula que entre 1401 y 1540 fueron acusadas de brujería entre 639 y 693 personas, de las que entre 251 y 269 fueron condenadas a muerte con seguridad9. En cualquier caso, el ruido que generaron aquellas persecuciones fue de mucho más amplio alcance: los vecinos acusan los vecinos, cualquier comportamiento extraño despierta sospechas de brujería, el folclore y las costumbres paganas se satanizan, hasta los príncipes corren el riesgo de ser acusados de pactar con el Diablo, como le ocurrió a Matteo Visconti.
En resumen, durante los siglos XV y XVI, en la misma área geográfica donde se está difundiendo el tarot —Italia, Francia y Centroeuropa—, se potenció en gran medida desde diversas plataformas el miedo al Diablo y sus sicarios en la Tierra. Es por esto por lo que adquiere aún más sentido la pregunta con que iniciábamos esta reflexión: ¿Cómo es posible que en aquel ambiente de creciente diablofobia, el Diablo terminase en una baraja de cartas?
El Diablo de papel
El infierno espantoso que describieron predicadores, visionarios y teólogos durante los siglos XIII y XIV, en teoría, debería haber acentuado el temor de Dios, sobre todo si la Inquisición andaba cerca para anticipar el Infierno en la Tierra. Sin embargo, desde un principio provocó dos grandes problemas a la Iglesia.
El primero es que aquel Infierno de sangre y fuego presentaba tres grandes contradicciones. Primera, si los castigos empezaban justo tras la muerte, ¿qué sentido tenía el Juicio Final? Segunda, más grave, ¿cómo conciliar la imagen de un dios bondadoso con el despliegue de sadismo que suponía aquel Infierno donde, según algunos teólogos, se podía terminar por cualquier nimiedad? ¿Qué dios espantoso, tiránico y cruel es ese dios carnicero que castiga con torturas eternas pecados tan ridículos como el comercio o la sodomía? se diría cualquier florentino cabal. Y, tercera, ¿qué credibilidad podían tener los eclesiásticos que auguraban tan espantoso destino a los pecadores si no había pecado que no estuvieran cometiendo ellos sistemáticamente? Dicho de otra manera, la desproporción del castigo, así como el descrédito en el que incurrían quienes lo anunciaban con su actuación cotidiana, amenazaban en convertir aquel nuevo Infierno bajomedieval en un elemento más de la fantasía popular. De tan exagerado, resultaba increíble.
Y esto entronca con el segundo problema que provocó este nuevo infierno, el cual permite explicar en última instancia la inclusión del Diablo en las barajas del tarot. De tanto hablar del Diablo y sus dominios, de tanto concretar lo trascendente, la vida en el más allá, en lo material, las penas calculadas a cuarto y mitad como quien compra fruta en el mercado, se trivializó el Infierno. Como explica Georges Minois en su imprescindible Historia de los infiernos:
«A partir del siglo XI, y sobre todo del XII, el infierno, que hasta entonces se había movido entre el folclore y las especulaciones teológicas, se integra perfectamente en la cultura. Asimilado tanto por las élites como por la masa del pueblo cristiano, entra en las estructuras mentales colectivas e individuales como un componente del que apenas se puede prescindir. ¡Se trivializa! Su existencia es algo que no se discute, es evidente, se hace inventario de sus penas, se clasifican, el dogma lo absorbe; los sermones lo utilizan; la literatura profana habla de él. Los visionarios multiplican las visitas con guía, cuya técnica se convierte en obra maestra en Dante; los monjes meditan sobre él; los teólogos hacen de él una teoría coherente. En el siglo XII, el infierno es, sin el menor género de dudas, el lugar mejor conocido de la cristiandad. Los artistas no representan de él más que la entrada, pero, ¿no será porque el interior es algo evidente?».
De tan manidos, el Diablo y los castigos infernales perdieron trascendencia. El miedo al Coco funciona hasta que los niños alcanzan cierta edad, pero luego se convierte en un personaje de cuento. El Infierno que describe Dante en la Divina Comedia es terrorífico, claro, pero es un Infierno literario, al igual que el Infierno donde situó Boccaccio su Corbaccio. Es un Infierno que guarda relación con Virgilio y la Eneida antes que con los paisajes infernales descritos en los sermones eclesiásticos. Y si el Diablo puede ser un recurso literario, no hay razón alguna que le impida formar parte de una baraja de cartas. Volvamos con Dante, principal responsable de esta transformación del Diablo eclesiástico en el Diablo literario.
Dante Alighieri (1265-1321) fue un hombre muy culto y de una férrea moral religiosa, que empeñó todo su talento literario en lo que consideraba una necesaria renovación espiritual de la Iglesia y la política imperial. Tras ser exiliado de su Florencia natal por su activa militancia en la facción de güelfos blancos, Dante dedicó los últimos 15 años de su vida a escribir La Divina Comedia, obra maestra de la literatura occidental en la que narra en clave alegórica su peregrinación espiritual desde un momento confuso de su existencia, marcado por el pecado, hasta el estado de Gracia, al conocimiento de Dios. Guiado por el fantasma de Virgilio, enviado en su ayuda por su amada Beatriz, Dante desciende primero al Infierno, para luego ascender por el Purgatorio y el Cielo.
El Infierno es un lugar aterrador donde los condenados padecen suplicios tremendos, sin embargo, el infierno dantesco guarda poca relación con los infiernos descritos en los sermones eclesiásticos o las visiones místicas. Dante no estructura el infierno cristiano, tal y como se ha dicho en varias ocasiones, sino que lo emplea como recurso literario para exponer sus inquietudes políticas, morales, filosóficas o religiosas. Mientras baja por el Infierno, Dante se acerca a hablar amigablemente con los condenados, quienes le encargan saludos para la familia, y se encuentra con todo tipo de criaturas mitológicas de la Antigüedad, como el Minotauro, los centauros, las arpías, las erinias o el rey Minos. Es un Infierno en el que abundan personajes ilustres de su tiempo, algunos incluso están vivos. ¡Dante y Virgilio salen del Infierno agarrándose a los pelos del Diablo! En suma, el infierno de Dante es una matriz literaria, un MacGuffin, no un tratado místico de teología arrebatada como la visión de Tungdal o el Purgatorio de San Patricio. Esto no quiere decir que Dante no creyera en el Infierno, claro está, sino que puede emplearlo como excusa narrativa gracias a que se ha convertido en algo trivial, concreto y conocido.
En síntesis, el Diablo del tarot no es el Diablo eclesiástico con el que amenazaban los predicadores de la cristiandad, ni tampoco el dios de los brujos que tanto fascinó y aterrorizó a los europeos durante los siglos XV al XVII. Sencillamente es un Diablo dantesco, un Diablo de papel.
Bibliografía
Escribí esto hace tiempo y he perdido las referencias bibliográficas… Algunas que tengo a mano por una razón u otra:
El Diablo y el Infierno
Kappler, Claude. Monstruos, demonios y maravillas a fines de la Edad Media. Akal. Madrid, 2004.
Le Goff, Jacques. L’immaginario medievale. Laterza. Roma, 2007. Incluye el ensayo clave para entender el Purgatorio: Le temps du Purgatoire (III – XIII siècle), publicado originalmente en Le Temps chrétien de la fin de l’Antiquité au Moyen Age. Centre National de la Recherche Scientifique. París, 1984. Págs : 517-30.
Minois, Georges. Historia de los infiernos. Paidós. Barcelona, 2005.
Russell, Jeffrey Burton. Lucifer. El diablo en la Edad Media. Laertes. , Barcelona, 1984.
Vitali, Andrea. La Torre. Le Tarot.
Vitali, Andrea. Il Diavolo. Le Tarot.
Vorgrimler, Herbert. Storia dell’Inferno. Odoya. Boloña, 2010.
Yarza Luaces, José Joaquín. Del ángel caído al diablo medieval. Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología. Tomo 45. Valladolid, 1979: 299-316.
Además, para comprender el alcance del Diablo literario, sugiero consultar cuanto menos el capítulo XVII. El más allá, de la excelente tesis doctoral de Julio I. González Montañés: Drama e iconografía en el arte medieval peninsular (Siglos XI-XV). Presentada en la Facultad de Geografía e Historia de la UNED en octubre de 2002. Disponible on line.
Las brujas diabólicas
Como señalaba Julio Caro Baroja «la asociación del Demonio y la bruja ha dado tanto que pensar a lo largo de los siglos que corre uno el riesgo de volverse loco —como Don Quijote— si se dedica a leer sólo una parte de cuanto se ha escrito acerca de ella». Por lo tanto, me limito a sugerir un par de ensayos que sirvan de punto de partida para ulteriores profundizaciones:
Berti, Giordano. Storia della stregoneria. Mondadori. Milán, 2010.
Cardini, Franco. Magia, brujería y superstición en el Occidente medieval. Península. Barcelona, 1999.
Caro Baroja, Julio. Las brujas y su mundo. Alianza Editorial. Madrid, 2006.
Clark, Stuart. Thinking with demons: the idea of witchcraft in early modern Europe. Oxford University Press. New York, 1997.
Del Col, Andrea. L’Inquisizione in Italia. Mondadori. Milán, 2006.
Guinzburg, Carlo. Storia notturna. Una decifrazione del sabba. Einaudi. Turín, 1998.
Michelet, Jules. La bruja. Akal. Madrid, 2004. Los estudios de este historiador ilustrado hace tiempo que se han superado, sin embargo, este clásico me sigue pareciendo de lectura imprescindible. Eso sí, téngase en cuenta que guarda más relación con la poesía que con la historia.
Las referencias a las encausadas de Bormio provienen de la documentación archivística La stregoneria in Alta Valtellina, un proyecto de la Università degli Studi di Pavia disponible on line en el portal Lombardia Storica: http://www.lombardiabeniculturali.it/bormio
Otras referencias
La explicación de cómo los elfos fueron transformados en enanos y hadas puede leerse en Claude Lecouteux. Enanos y elfos en la Edad Media. Medievalia. Palma de Mallorca, 2002.
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