Etiopía 1: Gondar y las Simien
Primeras dos etapas del viaje a Etiopía: Gondar y las montañas Simien
Prefacio
Hacia las cuatro de la mañana de la nochevieja del 2017 al 2018, en el transcurso de una borrachera descomunal, mi amigo Alejandro Somoano y yo decidimos ir juntos a Etiopía a finales de enero aprovechando un par de semanas de vacaciones que nos quedaban pendientes.
Desde adolescente tenía muchas ganas de visitar Etiopía, un país que en mi imaginación asociaba al lado más exótico de África por las aventuras de Corto Maltés y las crónicas de Kapuściński y Javier Reverte. El viaje cumplió las expectativas. Fuimos a la ciudad medieval de Góndar y a las montañas Simien, vimos las iglesias enterradas de Lalibela y algunos monasterios de Mekele, subimos a un volcán en el desierto de Danakil y nos cruzamos con cocodrilos e hipopótamos en el lago Chamo después de visitar el valle del Omo.
Durante las siguientes tres semanas nos afanamos por meternos el cóctel de vacunas que nos faltaban, conseguir toneladas de malarone para la malaria y terminar de equiparnos con ropa que valiera para la montaña, pero también para el desierto y por fin un viernes por la noche cogimos un vuelo que nos dejó por la mañana en Addis Abbeba, la capital del país, donde solo estuvimos unas pocas horas antes de coger otro vuelo rumbo a Gondar, también conocida como la Camelot de África.
Gondar
Llegamos a Gondar avanzada la tarde y sin perder tiempo en dejar las mochilas marchamos de carrera a ver las ruinas de la antigua ciudadela imperial; pero antes de verla conviene recordar algunos detalles de la historia de Etiopía.
La historia antigua y medieval de Etiopía ha estado muy influida por su posición geográfica entre medias del colosal Egipto de los faraones y las culturas semíticas de la península Arábiga. Así, ya sea desde el caudaloso río Nilo, ya sea por el corredor marítimo del mar Rojo, Etiopía se desarrolló dentro de la esfera de las civilizaciones mediterráneas, lo que fue determinante en su evolución cultural y económica.
Es probable que en la costa occidental del mar Rojo, al noreste, donde hoy en día se sitúa Eritrea, se encontrase el territorio de Punt, desde donde Egipto recababa maderas aromáticas, mirra, ébano, marfil, esmeraldas, incienso y otras materias de lujo, además de animales exóticos y, lamentablemente, esclavos.
Aunque seguramente hubo otros más antiguos, allí fue donde surgió el primer reino conocido de la historia etíope, el reino de D’mt que se desarrolló entre los siglos VIII y VII a. C. La capital quizás estaba situada en la actual Yeha y estuvo relacionado comercial y culturalmente con el reino de Saba de la península Arábiga.
El siguiente episodio de la historia etíope estuvo protagonizado por el reino de Axum, que se desarrolló desde el siglo IV a.C. hasta el siglo X d.C., cuando terminó por colapsar después de un largo declive que había comenzado tres siglos antes. Vivió sus mejores tiempos en el siglo III d.C., cuando llegó a ser una de las grandes potencias del mar Rojo y sus fronteras se extendían por el norte de Etiopía, Eritrea, el sur de Sudán, Djibouti, Somalia occidental y el sur de la península Arábiga.
Tras un período sobre el que no se sabe mucho, apareció la dinastía de Zagwe que controló el norte de Etiopía entre los años 1137 y 1270 aproximadamente. Fue entonces cuando se construyeron las fabulosas iglesias de Lalibela que veremos en la siguiente entrada de este viaje.
Hacia el año 1270, la dinastía de Zagwe fue derrotada por la llamada dinastía salomónica, pues sus reyes se hacían descender del mítico rey Salomón, que sobrevivió a las conquistas coloniales de los europeos de los siglos XVIII y XIX y, salvo unos pocos años en los que la Italia de Mussolini se hizo con el país, se mantuvo en el poder hasta que en 1974 los militares dieron un golpe de Estado. El periodista Ryszard Kapuściński contó aquella revuelta en El Emperador, lectura muy recomendable aunque no se vaya a pisar nunca suelo etíope.
Con los milicos en el poder, el país fue de mal en peor: crisis económicas y alimenticias terribles, guerras civiles, más golpes militares, una guerra muy cruel que terminó con la formación de una Eritrea independiente en el año 2000, corrupción, más represión y más hambre. Sin embargo, el régimen se fue abriendo cada vez más y en 2018 se celebraron unas elecciones que llevaron al cargo de primer ministro a Abiy Ahmed, galardonado con el premio nobel de la paz, y a la presidencia a Sahlework Zewde, que había trabajado como directora general de la ONU en Nairobi. Veremos cómo evoluciona, pero quiero creer que poco a poco el país se irá democratizando cada vez más.
Soltada la chapa, volvamos ahora a Gondar.
La ciudadela real
Hacia el año 1635 el emperador etíope Fasilidas fundó la ciudad de Gondar, que sirvió de capital real desde entonces hasta 1855, cuando el emperador Teodoro II la trasladó a Magdala. Bajo el paraguas de la corte, Gondar se convirtió en un importante centro agrícola y comercial y los sucesivos emperadores fueron enriqueciendo la ciudadela real con distintas edificaciones civiles y religiosas.
Después de ver la ciudadela, ya cuando anochecía, tratamos de encontrar un hostal que habíamos reservado por booking y, claro está, no hubo manera, que además allí no hay farolas y la cosa se complica. Pero por suerte un paisano que nos vio perdidos nos echó un cable y nos llevó en su coche hasta la misma puerta. Que el patrón de los viajeros lo tenga siempre en su gloria.
El hostal no era demasiado cutre y, total, para las pocas horas que íbamos a pasar ahí nos daba todo un igual. Salimos a cenar y al poco se nos unió uno de los numerosos “guías” espontáneos que hay en las ciudades más turísticas de Etiopía. En los sitios pequeños y si además vas a estar varios días, hay forma de escaquearse a su insistencia. Dices que no a la primera y como terminan por conocerte ya te dejan en paz; si solo vas a estar un día o dos lo mejor es quedarte con el primero que pasa para no tener que pasarte el paseo diciendo que no cada pocos metros y luego les das una propina si al menos se lo han currado un poco. A nosotros que vivimos en el primer mundo nos puede parecer una turra, pero recordemos que hay ahí familias que viven un mes con lo que nos gastamos en una cena.
Aquella noche compramos frutos secos para el día siguiente, nos trasegamos unas cuantas cervezas mientras tratábamos de masticar la carne de un cordero de mil años muerto a saber cuándo en un sitio donde lo cocinaban sobre una fogata en medio de unas mesas y nos empiltramos emocionados por la excursión que íbamos a hacer al día siguiente a las montañas Simien, donde íbamos a pasar la noche
Las montañas Simien
Al día siguiente nos pusimos en marcha antes de que saliera el Sol y fuimos hasta la estación de autobuses, custodiada por tipos armados hasta los dientes, donde cogimos una marshrutka muy pequeña y atestada hacia Debark; desde ahí salen las expediciones al monte, y ahí contratamos los servicios obligatorios de un guía y un guardabosques armado que se supone debía protegernos de no se sabe bien el qué. En realidad, supongo, la incorporación del guarda es una manera de conseguir que los turistas nos dejemos algo más de dinero en la zona, lo cual no me parece mal viendo las dificultades económicas que padecen.
Las montañas Simien son espectaculares. Se alzan a 4.000 metros de altura y algunos picos llegan hasta los 4.500 metros. En la Antigüedad tal vez sirvieron de refugio a poblaciones de religión judía y hoy en día apenas están poblados por unas pocas aldeas dispersas de muy pocos habitantes. Entre otros bichos, ahí se encuentran la cabra walie, el zorro etíope y el babuino gelada.
El paisaje es muy hermoso, pero la verdad es que yo las pasé canutas. A 4.000 kilómetros de altura, con décadas de tabaco en mis pulmones, me ahogaba de mala manera en las cuestas y hubo momentos donde casi reviento del todo.
En cambio fue entretenida la noche que pasamos en la aldea donde nos alojamos, que estaba formada por unas cinco cabañas. Había manadas de babuinos muy divertidas, aunque nuestro guardabosques les tenía manía y de vez en cuando las ahuyentaba a pedradas.
Luego de repente, antes de que terminase de caer la tarde, apareció un equipo de grabación para rodar un vídeo clip allí en lo alto del monte. El artista era un cantante que al parecer era muy popular entre los locales. Y es que en Etiopía hay una cultura musical tremenda. La corriente más conocida internacionalmente es el llamado ethio-jazz, que me chifla, de la que valga como ejemplo Mulatu Astatke.
No recuerdo el nombre del cantante que vino aquella noche, pero sí algunas escenas del vídeo clip que estaban rodando. En su mayor parte consistía en un hombre cantando en el borde de una montaña acompañado de una niña y un niño que vestían ropas tradicionales. Los chavales estaban helados y es que a la que empezó a atardecer la temperatura cayó en picado. Joer, tendría que hacer memoria para recordar tanto frío. A la que se fue el último rayo de sol nos metimos en nuestra choza dentro de los sacos y no salimos hasta que amaneció. Aún hoy le estoy tremendamente agradecido a mi vejiga por aguantar 12 horas sin hacerme salir del saco.
A la mañana siguiente salimos de las montañas montados en la parte de atrás de una camioneta tipo pickup, de esas que llevan la parte de atrás abierta. Íbamos de pie, sujetos a una barra y a un lado se abría un vacío sin fondo. Por alguna razón, el conductor tenía mucha prisa y bajó a toda pastilla por aquellas pistas serpeantes todo barro, todo barranco. Fue muy divertido, aunque aún hoy seguimos sin terminar de creernos que estemos vivos después de que apareciese tras una curva un burro que no terminó arrollado por medio centímetro, una embestida que probablemente nos habría terminado de despeñar ladera abajo.
Llegamos de vuelta a Gondar al atardecer, cenamos un arroz en un sitio intrascendente y buscamos un sitio chulo para dormir. Encontramos uno que tenía una terraza formidable. En las habitaciones había un cartel al lado de las camas pidiendo por favor que quien hubiera estado en las Simien no metiera las mochilas en el cuarto para evitar las pulgas. Nosotros no las pillamos ni entonces ni luego, quizás por unos collares de perro antipulgas que llevábamos en los tobillos, pero un colega que fue tiempo después al mismo hotel sí que volvió todo empulgado.
Después de una noche durmiendo como reyes en camas bien calenticas, a la mañana siguiente marchamos a Lalibela, una de las ciudades con mayor peso cultural de toda el África subsahariana, pero eso ya toca contarlo en la siguiente entrada de este viaje.
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