Etiopía 3: Mekele
Un día un poco tonteras por Mekele.
Después de pasar dos días en Lalibela, marchamos a Mekele, puerta de entrada al desierto del Danakil. Para llegar cogimos un vuelo interno, que son bastante baratos y son la única manera de ir rápido de un sitio a otro, que las carreteras etíopes son bastante desastre.
Mekele es una ciudad tranquila que ha crecido mucho en los últimos años. Cuenta con una universidad muy reputada y en general constituye un campamento base muy cómodo para conocer el Tigray, una región donde aún se conservan numerosos centros religiosos históricos. Algunos están situados en lo alto de las montañas y para verlos hay que echarle horas de senderismo e incluso de escalada, como ocurre con la iglesia de Abuna Yemata Guh. Nosotros no teníamos tanto tiempo. Entre que llegamos, negociamos con una agencia la expedición al Danakil y encontramos alojamiento para pasar la noche, apenas nos quedaban unas horas para dar una vuelta, pero no fue un día perdido del todo, porque alquilamos los servicios de un coche con conductor y nos dio tiempo a darnos un paseo por la zona.
Al poco de salir paramos a tomar café en un sitio muy pequeño al lado de la carretera. No he tomado un café más rico en mi vida. El café etíope está muy rico. Lo preparan a la turca, echándolo en un cacharro de barro que calientan al fuego. Luego se deja reposar para que el polvo vaya al fondo.
Al principio fuimos por una carretera buena, de las mejores que conocimos, y llegamos a pensar que el día iba a cundir una barbaridad.
Pero a la que cogimos una desviación para ir al primer monasterio de la ruta, el camino se convirtió en una pista de tierra llena de socavones que nos obligó a ir muy lentos. Y esta es una de las grandes faenas de este tipo de viajes, que puedes necesitar todo un día para recorrer cien miserables kilómetros.
Por fin, tras unas cuantas horas por un paisaje semidesértico apenas habitado por rebaños de vacas y cabras esqueléticas, llegamos a nuestro destino, la iglesia de Abraha we Atsbeha, que quizás se remonte al siglo IV a.C. Según la tradición local, bajo la iglesia están enterrados los restos momificados de dos reyes gemelos legendarios, Abraha y Astbeha, relacionados con la adopción del cristianismo en Etiopía.
La iglesia está excavada en la roca y el interior está todo decorado, hasta el último centímetro con pinturas muy chulas que en teoría van desde el siglo XIII hasta el XVIII, aunque algunas parecen más modernas. Tengo pendiente una investigación sobre el tema.
Por el camino de vuelta nos encontramos con un árbol enorme y, claro está, noblesse oblige, no hicimos el monguer intentando escalar hasta la copa.
Y todavía nos dio tiempo a ver otra iglesia más, una más moderna, donde no nos dejaron entrar sin pagar, que no recuerdo cómo se llamaba.
Pero si me acuerdo del cementerio que tenía al lado. Estaba medio abandonado y entre las lápidas, de cemento, crecían unos cactus de hojas planas y redondeadas.
Regresamos al anochecer y tratamos de ver una mezquita, donde no nos dejaron pasar, y el palacio gubernamental, donde tampoco pudimos acceder, así que resignados marchamos a emborracharnos al barrio más turis, donde después de sortear unos cuantos sitios a medio camino entre el bar y el prostíbulo, llegamos a un sitio donde cenamos bastante bien, a pesar de que el ritmo con que nos traían las cervezas padecía cierto desajuste respecto a nuestra capacidad de trasegrarlas.
Al día siguiente tocaba ir al desierto, así que no nos acostamos muy tarde, pero de eso hablaré ya en la siguiente entrada de este viaje por Etiopía.
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