p. balcánica 9: Sofía
Última etapa del viaje por la península balcánica y una reflexión sobre los tiempos del viaje
Después de 15 días deambulando por la península Balcánica el viaje llegaba a su fin. Última etapa, Sofía, capital de Bulgaria, adonde llegué desde Skopie en unas 5 horas de autobús.
Tras haber estado varios días por las ciudades amables y pequeñas de Albania y Macedonia, al principio me sentí un tanto incómodo en Sofía, quizás por la zona en la que me alojaba, donde vi varias personas tiradas y tuve que sortear a un par de tipos que me parecieron carteristas, pero poco a poco le fui cogiendo el tranquillo y la ciudad terminó por entusiasmarme. Lamentablemente apenas tenía tiempo para visitarla: una tarde y una mañana, que hacia las cinco del día siguiente salía mi avión de regreso. Además tenía que hacer la mañana con la mochila a la espalda, que el hotel estaba lejos y no quería perder tiempo yendo a buscarla. Por suerte, muchos de los sitios que quería ver se concentran en el centro, por lo que al final me cundió bastante y la verdad es que me gustó mucho. Al menos el centro histórico es muy bonito y, encima, hay tranvías : ).
De hecho, como los vuelos están bastante baratos, al menos desde España, puede ser una opción interesante para hacerse una escapa exprés fuera de la temporada alta, qué sé yo, saliendo un jueves por la noche y volviendo el domingo lo más tarde posible.
Lo que me dio tiempo a ver
No recuerdo bien el par de recorridos que hice, aunque, como decía, más o menos la mayor parte del legado histórico se concentra en el centro histórico, así que para una visita rápida se puede tomar como punto de partida la parada de metro de Serdika y a partir de ahí ir bajando en zigzag hacia la catedral Aleksander Nevski.
Siguiendo esa ruta, lo primero que nos encontraríamos sería Sveta Petka Samardzhiiska, una iglesia muy pequeña del siglo XI, de una sola nave, que probablemente se levante sobre algún tipo de edificación religiosa de tiempos romanos.
Enfrente de la iglesia se encuentra la estatua de Santa Sofía, que desde abajo se distingue bastante mal. Se levantó en 2001 donde en su día había una estatua de Lenin y mide unos 8 metros de altura, a los que hay que añadir los 16 del pedestal.
A unos pocos metros está la mezquita de Banya Bashi, de finales del siglo XVI, que al parecer es la única que sigue funcionando en la ciudad como centro de culto. No pude verla por dentro.
Y en dirección contraria desde la plaza, también muy cerca, se encuentra la catedral de Sveta Nedelya, que me gustó bastante, quizás por lo sufrido de su historia. Se remonta quizás al siglo X, pero en 1856 fue derruida y remodelada por completo y en 1925 quedó destrozada por un atentado con una bomba contra el rey Boris III, en el que murieron unas 128 personas, así que volvieron a reconstruirla pocos años después.
Ya bajando por la avenida Nezavisimost, que es enorme, medio escondida entre grandes edificios, hay otra iglesia muy chula, la iglesia de Sveti Georgi, que se remonta al siglo IV. Es de ladrillo rojo y en el interior hay unos frecos de Jesús y 22 profetas realizados entre los siglos XII y XIII y restaurados el siglos pasado.
Siempre hacia abajo por esta gran calle, uno se topa con un mamotreto de corte neoclásico de forma trapezoidal. Es la sede de la Asamblea Nacional de Bulgaria, el equivalente a las Cortes, y antes servía de sede al todopoderoso Partido Comunista.
Pasado el mamotreto hay dos jardines muy grandes. Debajo del jardín de la izquierda, en una plaza muy agradable, se encuentra el Teatro Nacional Ivan Vazo, que, aunque solo lo pude ver por fuera, fue el edificio histórico que más me gustó. De estilo neoclásico, se terminó de construir hacia 1906 y se reconstruyó en 1929 después de que quedara muy deteriorado por un incendio. El frontispicio está presidido por el dios Apolo, rodeado de algunas musas, pero está montado en un carro solar, como si fuera Helios.
En el jardín de enfrente, los jardines reales, está la Galería Nacional de Arte, que no me dio tiempo a ver, y una iglesia ortodoxa rusa rodeada por árboles que también me gustó mucho. Está consagrada a san Nicolás el Milagroso (Nikolai Mirlikiiski) y se terminó de construir hacia 1914. Se restauró hace poco, por lo que luce unos colores brillantes muy divertidos, casi como de película.
Pasado ese jardín y tras cruzar la calle Georgi Rakovski, que conviene recorrer de arriba abajo porque es muy bonita, a la derecha se llega a otro jardín donde se alza la iglesia de Santa Sofía, que me decepcionó un poco, aunque quizás fue porque me pilló algo cansado. Es una iglesia paleocristiana muy antigua, del siglo VI, y sirvió de sede principal de la Iglesia durante el imperio Búlgaro.
El recorrido concluye un poco más allá, en la catedral de Alejandro Nevski, que se terminó entre 1904 y 1912. Me pareció fascinante, sobre todo el exterior, donde se va jugando con niveles superpuestos de bóvedas y galerías que acentúan aún más la grandeza de un edificio de dimensiones colosales, al mismo tiempo que lo aligeran con los múltiples vanos que se van abriendo cada dos por tres. Si fuera religioso, creo que aquí me darían muchísimas ganas de sentir experiencias místicas.
La catedral es de estilo neobizántino, con planta cruciforme, como suele ser habitual en la tradición ortodoxa, y está presidida por una gran cúpula central realizada en oro plateado que se alza a 45 metros de altura. El campanario está más alto, a 53 metros.
Me dejé para el final el sitio que más me interesaba, el Museo de Historia, donde esperaba encontrar pistas sobre los tracios y los búlgaros medievales. El museo está bien cuidado, tienen objetos de todas las épocas, mucho del período romano, y además pude dejar la *@$% mochila en la consigna.
Aunque no era el período histórico que más me interesaba antes de entrar, la sección que más me gustó fue la dedicada a la prehistoria, donde había varios ídolos con formas diversas: criaturas con cabezas de pájaro, mujeres de pie y sentadas, una especie de caballo sonriente… Como me suele suceder en estos casos, me produjo una gran frustración la carencia de documentos escritos que nos den pistas sobre los dioses y diosas que representaban. Esos ídolos callan. Y callan para siempre.
Epílogo: los tiempos del viaje
Mientras me afanaba por visitar Sofía a contrarreloj, casi como en aquella escena de Banda Aparte de Godard, donde el trío protagonista de propone recorrer el Louvre en el menor tiempo posible, que al final son 9 minutos y 43 segundos, recordé una conversación que había tenido poco antes de salir con mis amigos Ana Aranda y Daniel Tubau sobre los tiempos del viaje. Daniel la resume en Viajes aledaños en Atenas, una entrada en la que habla de un viaje que iban a realizar por Grecia en busca de la Helena mitológica, que al final se concentró en Atenas por razones fortuitas.
Ana y Daniel defendían lo que se conoce como slow travel, que en esencia viene a ser el viajar con calma, viendo pocas cosas, pero con mucha intensidad, antes que muchas de forma más ligera. Así, por ejemplo, un slowtravelista extremo puede pasar unos días en París y no sentir la necesidad de visitar el Louvre ni la Torre Eiffel ni ningún otro sitio emblemático, si ya es feliz tomando un café en un rincón bonito o paseando por el Sena.
Este planteamiento es muy interesante y está relacionado con la exposición que hace Luciano Concheiro de la sociedad actual en Contra el tiempo, al menos con la primera parte del ensayo. Según Concheiro, el modo de producción capitalista actual se basa en la hiperaceleración del trabajo, en producir el mayor número de mercancías en el menor tiempo posible, en tanto que así aumentan los beneficios, y este ritmo cada vez más enloquecido se ha ido trasladando a todos los ámbitos de nuestras vidas de tal manera que ya lo hacemos todo de manera muy acelerada y, por lo tanto, muy superficial.
En el viaje, la aceleración que rechazaban Ana y Daniel llamándola “turismo de postal” se concreta en lo que denomino turismo langosta, un tipo de turista que pasa superficialmente por todo y que solo se preocupa por el relato más o menos ficticio que hará del viaje en las redes sociales, ya sean las digitales o las analógicas, sobre el que se ha limitado a documentarse en webs donde enuncian de manera telegráfica qué ver y qué hacer en un lugar. Es lo que se conoce como postureo. Es decir, al turista langosta no le importa el Partenón, sino fotografiarse a sí mismo delante del Partenón, a poder ser mientras grita y engulle pizzas y coca colas a dos carrillos, y sin la menor intención de que el viaje suponga algún tipo de experiencia de aprendizaje. Ahora además va armado con drones, por lo que al incordio del vocerío y el empujón se le suma el zumbido de estos insectos robóticos.
El slow travel, sin embargo, facilita una relación más intensa con los lugares, te permite conocer algo mejor a los paisanos y profundizar en la historia, el arte y la cultura de los pueblos y ciudades. A cambio, exige más tiempo, un recurso que siempre me falta.
Desde que soy adolescente estoy echando una carrera con la muerte para hacer y ver todo lo que me apetece hacer y ver antes de que venga a visitarme. No agobiaré a quien lea estas líneas hablando sobre lo efímero de la vida, pero si es importante para entender mi manera de viajar explicar el tiempo del que dispongo.
Aunque por mi trabajo como arquitecto de software a veces acumuló días de vacaciones por festivos trabajados, que los clientes lo quieren todo para ya, en teoría tengo unos 24 días de vacaciones, que suelo alargar a 30 acumulando festivos, lo que me da justo un par de viajes de 15 días naturales, que es el tiempo que me gusta dedicar a cada expedición por razones que ahora no vienen al caso. Y, dados mis años, eso significa que no me llega ni de lejos para ver todos los sitios que me apetecen, por lo que selecciono con cuidado cada viaje y trato de aprovecharlo hasta el último segundo. Claro que es tentador sentarse en un café de Samarcanda, por ejemplo, y dejar pasar la tarde viendo la gente pasar, pero ¿cómo hacerlo si sabes que nunca más volverás a esa ciudad, que es tu última oportunidad para ver el Registán o el mausoleo de Shah-i-Zinda?
Pondré un ejemplo para terminar de explicarme. Estudié historia y cuando estaba en segundo de carrera di Historia del Arte II, que iba desde el Renacimiento hasta nuestros días. El profesor, que no recuerdo cómo se llamaba, decidió que el temario era muy extenso y que mejor iba a centrar el curso en Brunelleschi, del que aprendimos hasta el color de los calzones. Sin duda, Bruneleschi fue un genio y bien merece un año de estudio, pero casi que hubiera preferido haberle dedicado menos tiempo y haber estudiado también la miríada de artistas formidables que le acompañaron y le sucedieron, como Leonardo, Michellangelo o Rafael por decir solo tres sin salirme del Renacimiento. En fin, que muchas veces prefiero pasar por encima, pero pasar, a quedarme en la distancia.
Por otra parte es que además me chifla viajar a toda pastilla. Me entusiasma llegar por primera vez a un sitio donde voy a dormir una o dos noches y saber que en nada estaré de nuevo en marcha. Si me gusta, saboreo cada rincón con mucha intensidad a sabiendas de que en nada lo habré dejado atrás, si es un asco me consuelo pensando que en menos de nada habrá desaparecido de mi vida. Pero el tema es más complejo, ya que el tiempo que le dedico a cada sitio va más allá del que estoy físicamente en el mismo. Una vez decidido un destino me atiborro a lecturas sobre su historia y su cultura, aparte de las que ya lleve en la mochila. En Uzbekistán, por ejemplo, solo estuve una semana, pero llevaba estando desde que descubrí a Tamerlán durante la adolescencia de la mano de Amin Maalouf.
Y me vuelve loco estar moviéndome y viajar en autobuses, nuevos o desvencijados, sobre todo si me toca al lado de la ventanilla. Y también me encanta viajar en coche, quizás porque no sé conducir y, como solo me subo a uno cuando viajo, son toda una aventura, y en barco y en tren, donde me encanta pasar la noche, que dormir en una litera acunado por el traqueteo es una delicia. Hasta los aviones me gustan una vez que he pasado la zona de control, porque las fronteras y los controles, en cambio, los detesto.
Y me encanta que mis pertenencias se reduzcan a lo que cabe en una mochila de 30 litros y los varios bolsillos de mis pantalones de senderismo y así todo lo que llevo adquiere un valor nuevo. Mi sudadera técnica, por ejemplo, ya no es sólo una prenda más de mí armario, sino la pieza clave para no pelarme de frío en lo alto de un monte, las botas de viaje, mi camisa favo para hacer senderismo, mi camiseta térmica, el gufo -que no hubo etíope que no me quisiera cambiar por algo-, mi gorra japonesa que me protege del sol… Cada cosa que hay en la mochila me termina por resultar imprescindible y no necesito más y soy feliz así.
Y me gusta mucho viajar con mis compinches habituales -Eva y Somoano- y también viajar solo y hablar en un francés inventado con unos niños de la calle en Fez y en mi inglés pésimo con un profesor anciano en Wadi Mesa y por gestos con una familia kirguisa que me invita a un vaso de té; y también me gusta no hablar con nadie y recorrer las calles venga a echar sensaciones como una olla a presión que voy macerando en soledad.
Me encanta, en suma, el viaje como un juego en uno de los sentidos que le dio Johan Huizinga, como un momento en el espacio y el tiempo donde se siguen unas reglas con su propia lógica que escapan de lo ordinario, solo que en este caso las reglas las pone uno mismo.
Pero creo que me estoy alejando del tema que estaba tratando, así que de las reglas del viaje, o al menos con las que juego yo, hablaré en otra ocasión. De momento, dejo aquí el relato de mi viaje por la península Balcánica.
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