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el tarot: 17. El Mago

Análisis del triunfo del Mago durante el Renacimiento

el tarot: 17. El Mago

En Italia y Francia, el triunfo del Mago se denomina «Bagatto» y «Bateleur» respectivamente, términos que se ajustan mejor a su significado conceptual en tanto que le confieren un matiz despectivo: el bagatela, el que no importa nada. En español, la traducción más correcta sería «prestidigitador de feria, matasanos y saltimbanqui» o, si acaso, el «poca cosa».

El Mago apenas ha experimentado variaciones iconográficas relevantes desde las primeras barajas. En el tarot de Pierpont ya viste con su típico traje exótico de color rojo. En una mano sostiene una varita mágica y sobre la mesa tiene varios objetos. Rosanne Oakley descubrió que la mancha blanca podría tratarse de un sombrero de paja, lo cual resulta muy razonable dado que los sombreros forman parte de los espectáculos de magia y es probable que, además, sirviera para recoger las monedas tras la actuación. Al lado del sombrero hay dos bolitas y un cubilete, lo cual seguramente representa un truco clásico de los prestidigitadores que consiste en ir pasando las bolitas de un cubilete a otro de forma invisible. Además, en la mesa hay un cuchillo que quizás servía para realizar otro truco, aunque también podría hacer referencia a otras actividades de estos artistas ambulantes, como el trabajar de dentistas. En el tarot de Ercole de Este, el Mago es similar, pero está en acción, quizás levantando un cubilete donde debería de haber estado una bolita, y le acompañan dos jóvenes que se divierten con la actuación.

El triunfo del Mago en el tarot de Pierpont (izquierda) y de Ercole d’Este (derecha).
El triunfo del Mago en el tarot de Pierpont (izquierda) y de Ercole d’Este (derecha).

En la hoja de Cary, detrás del mago hay un mono con un sombrero turco, como identificó por vez primera Rosanne Oakley. Los monos eran un animal muy mal considerado, se pensaba que eran copias grotescas de seres humanos, y también formaban parte de las actuaciones de estos magos saltimbanquis. En la hoja de Rosenwald en vez del mago habitual se encuentra un bufón. Curiosamente, el único triunfo que no está en la hoja es el Loco, por lo que esto podría obedecer a cierta peculiaridad de la baraja, aunque lo más probable es que fuera una mera identificación de la alegoría del mago con la del loco, tal y como se recogió en otras ilustraciones de la época.

De izquierda a derecha, el triunfo del Mago en la hoja de Cary, de Rosenwald y un grabado de finales del siglo XV en el que se muestra un loco realizando trucos de magia ante el público.
De izquierda a derecha, el triunfo del Mago en la hoja de Cary, de Rosenwald y un grabado de finales del siglo XV en el que se muestra un loco realizando trucos de magia ante el público.

En el tarot de París volvemos a encontrar un loco al lado del mago, una asociación natural en tanto que los dos presentan connotaciones negativas. El Mago de la familia marsellesa viste el traje de varios colores típico de los saltimbanquis. Se ha especulado mucho sobre el hecho de que la mesa se apoye en tres patas en vez de cuatro y se ha relacionado con un presunto significado trascendente sobre la fragilidad del mundo. Sin embargo, como ha demostrado la artista británica Penelope Cline, en consonancia con otras impericias en el dibujo que se advierten en las barajas de la familia marsellesa, en realidad, no es más que un problema de perspectiva. Basta prolongar el dibujo que falta de la mesa para advertir que la cuarta pata no aparece porque se salía del naipe.

De izquierda a derecha, el triunfo del Mago en el tarot de París, de Jean Dodal y de Jean Noblet con el dibujo de la mesa prolongada por Penelope Cline (© cortesía de Penelope Cline).
De izquierda a derecha, el triunfo del Mago en el tarot de París, de Jean Dodal y de Jean Noblet con el dibujo de la mesa prolongada por Penelope Cline (© cortesía de Penelope Cline).

El enemigo a las puertas

Sin mayor complicación para descifrar su iconografía o entender su evolución, el problema principal que presenta el triunfo del Mago es comprender por qué fue incluido en la baraja. Los demás triunfos parecen más o menos ineludibles en una escala que conduce desde los seres humanos en la Tierra hasta la Gloria celestial. Sin embargo, ¿qué pinta un mago en la parte inferior de la misma? ¿Qué relación guarda con los otros cuatro triunfos de la condición humana? En suma, ¿por qué pensó Filippo Maria Visconti o quien fuera el anónimo inventor del tarot que era necesario incorporar un mago al reparto de alegorías que constituyen la baraja?

Es muy probable que, en gran parte, fuera por la importancia que se le dio a la magia durante el Renacimiento. Uno de los aspectos más sorprendentes de la magia renacentista es su extraordinaria presencia en todos los ámbitos sociales para resolver las inquietudes de la vida cotidiana, como la salud o el amor. Los ricos se rodean de astrólogos, los pobres acuden a brujas celestinescas, unos y otros demandan talismanes protectores, conjuros contra sus enemigos, filtros de amor, pócimas curativas, predicciones sobre su futuro… Y todo esto mientras la Inquisición persigue con ahínco cualquier atisbo de magia diabólica, y todo esto mientras se está produciendo el gran despertar de una reflexión crítica sobre la naturaleza y el ser humano que había quedado aletargada durante el Medioevo. Filippo Maria, de profundas convicciones religiosas, no daba un paso sin haber consultado previamente a sus astrólogos. Sandro Botticelli, que llegó a quemar sus propios cuadros durante una hoguera de las vanidades organizada por Savonarola, recogió en su obra los grandes planteamientos de la magia hermética y neoplatónica que impulsó Lorenzo el Magnífico. El salón de los meses del Palazzo Schifanoia de los Este de Ferrara sigue un programa iconográfico basado en la astrología. Benvenuto Cellini, orfebre al servicio del papa, cuenta que acudió a un clérigo siciliano con habilidades nigrománticas para conseguir estar con una mujer por la que estaba obsesionado. El ritual se desarrolló en el Coliseo, entre perfumes, a la luz de una lumbre:

«El nigromante comenzó a hacer aquellas terribilísimas invocaciones; llamó por su nombre a una gran cantidad de los demonios jefes de aquellas legiones, y a ellos mandaba por la virtud y potencia del Dios increado, viviente y eterno, en lengua hebrea, también en griego y en latín; de modo que en poco tiempo se llenó todo el Coliseo […]. Yo, por consejo del nigromante, pedí de nuevo poder estar con Angélica. Se volvió hacia mí y me dijo: ¿No oyes lo que han dicho? Que en el plazo de un mes estarás con ella».

El auge de la magia durante el Renacimiento y su contradicción con la postura oficial de la Iglesia sobre ella es imposible de explicar en unas pocas líneas, pero es interesante que conozcamos algunas corrientes históricas que desembocan en este singular fenómeno. Lo primero es entender cuándo se produjo la condena inicial de la magia, la cual no fue fruto del cristianismo, como suele pensarse, sino de las autoridades romanas.

Fresco con motivos astrológicos del Palazzo Schifanoia de los Este de Ferrara.
Fresco con motivos astrológicos del Palazzo Schifanoia de los Este de Ferrara.

El imperio romano era un hervidero de todo tipo de disciplinas mágicas. En lo que podríamos llamar la primera globalización de la humanidad, en Roma confluían todas las corrientes mágicas de la época, desde los misterios egipcios a los druidas celtas, y en Roma se mezclaban unas con otras para luego ser difundidas por todo el imperio. Sin embargo, como explica Giordano Berti (2010), «desde un período muy antiguo, los legisladores romanos consideraron necesario tomar medidas contra la magia o, mejor dicho, contra las formas de magia que no estaban bajo control de las castas sacerdotales». Temerosos de cualquier posible movimiento popular descontrolado, los gobernantes romanos fueron elaborando leyes cada vez más severas contra la magia hasta que, en el año 439, el emperador romano de Oriente, Teodosio II, condenó de forma definitiva su práctica con el códice teodosiano, que entre otras penas contemplaba el destierro y la decapitación contra adivinos y demás magos.

Con la caída del imperio romano, por toda Europa volvieron a florecer las prácticas mágicas, ahora entremezcladas con el folclore y el paganismo. Pero, además, se vieron reforzadas por las distintas tradiciones mágicas de los pueblos bárbaros que, ajenos a las leyes imperiales, habían mantenido sus costumbres ancestrales. En medio de aquel trasiego tremendo de pueblos y tradiciones, la Iglesia mantuvo durante toda el alta Edad Media un prudente silencio. Aunque condenaba la magia, la «superstición», no eran tiempos donde podía enfrentarse directamente ni a las creencias folclóricas del pueblo, ni a los señores armados que se rodeaban de magos de toda naturaleza.

Durante la baja Edad Media, sin embargo, ya más que afianzada, la Iglesia se lanzó en sucesivas cruzadas contra toda manifestación pagana. Primero fue contra los infieles de tierra santa, luego contra los cátaros y demás herejes de Europa, judíos incluidos, y, finalmente, ya desde finales del siglo XIII, contra los magos, tal y como atestiguan las primeras bulas papales que se comienzan a dictar prohibiendo la magia, como la bula Quod super nonnullis de Alessandro IV (1257) o la bula Super illius specula de Giovanni XXII (1326), las cuales estaban basadas en parte en la antigua legislación romana, en parte en la propia postura crítica del cristianismo sobre las supersticiones. Y fue a lo largo del siglo XV, como vimos cuando analizamos el Diablo, cuando esta cruzada contra la magia larvada desde principios de la baja Edad Media alcanzó su pleno desarrollo. He aquí una de las claves para entender el “auge” de la magia renacentista. En realidad, no había desaparecido nunca, sino que fue entonces cuando salió a la luz a raíz del acoso eclesiástico. Es lo mismo que sucede cuando se “disparan” los casos de violencia doméstica en una localidad. En realidad, la violencia machista se lleva produciendo desde hace siglos, pero solo ahora empieza a ser denunciada, a ser visible.

El segundo elemento a tener en cuenta es que la condena eclesiástica a la magia durante el Medioevo no es al proceso mágico en sí mismo, a una determinada manera de entender la realidad. Como explica Jean-Claude Schmitt, es una condena contra el paganismo. El matiz es importante, ya que por entonces en la Iglesia católica abundaban las prácticas mágicas, como el culto a las reliquias, los exvotos curativos o el culto a las imágenes. No es la práctica mágica en sí misma lo que se condena, sino al mago, por lo que resulta muy fácil que aflore una y otra vez el ritual mágico, sobre todo en los momentos de crisis, ya sean colectivos o individuales. Si el santo no me cura la enfermedad mediante el ritual de la oración o el exvoto, entonces me dirigiré al brujo, cuya estrategia es la misma que emplea el sacerdote. En líneas generales, en la actualidad, cuando la medicina científica no resuelve una enfermedad, no se acude a un curandero porque hace tiempo que se ha demostrado la invalidez de su metodología, a pesar del auge, supongo que pasajero, de algunas creencias paramédicas de carácter mágico como la homeopatía, las flores de Bach o el reiki. En otras palabras, la Iglesia no condenó la magia, sino a los magos, cuyo papel en las comunidades trató de reemplazar con los sacerdotes. Por lo tanto, dado que la manera de interpretar la realidad no había cambiado, cuando la Iglesia oficial andaba lejos —por ejemplo en los ámbitos rurales—, se trasladaban las necesidades mágicas de un agente a otro, del sacerdote al mago.

Además, el hecho de que la Iglesia solo persiguiera la magia que consideraba pagana o diabólica nos permite entender por qué se pudieron desarrollar gran variedad de prácticas mágicas cuyos nexos con el diablo no eran fáciles de demostrar, como fue el caso de la astrología, la técnica mántica más popular del momento. A los ojos de la Iglesia, la creencia en la astrología es una estupidez, un error, pero no un pecado relacionado con el Diablo.

Además, el hecho de que la Iglesia solo persiguiera la magia que consideraba pagana o diabólica nos permite entender por qué se pudieron desarrollar gran variedad de prácticas mágicas cuyos nexos con el diablo no eran fáciles de demostrar, como fue el caso de la astrología, la técnica mántica más popular del momento. A los ojos de la Iglesia, la creencia en la astrología es una estupidez, un error, pero no un pecado relacionado con el Diablo.

En fin, las razones que explican la actitud hacia la magia en el Renacimiento, ambigua y contradictoria, son mucho más complejas y no podemos verlas aquí con más detalle, pero me gustaría destacar un tercer factor: el reencuentro con el mundo clásico. A priori podría parecer que la recuperación de los filósofos clásicos debería haber conducido a una visión más racional y científica de la realidad —y, de hecho, así fue en muchos ámbitos, como el derecho, la religión, la política o el arte—; sin embargo, debemos tener en cuenta que, junto a los filósofos, historiadores, literatos y científicos de la Antigüedad, también regresaron los magos, como ocurrió con el hermetismo.

Vemos, por lo tanto, que durante el Renacimiento estaba muy extendida la magia, a pesar de la condena oficial de la Iglesia, que sobre todo atendía a las prácticas mágicas relacionadas con el diablo y el paganismo, como la brujería o la nigromancia. Ahora bien, aunque este entusiasmo permite intuir por qué se incluyó un mago entre las alegorías del tarot, nos queda por explicar la segunda gran pregunta que nos plantea este triunfo: ¿por qué se trata justo de un bagatella, de un artista de feria y no de cualquier otro tipo de mago más renombrado, como un astrólogo o un alquimista? Para entender el alcance de esta pregunta conviene recordar cuáles eran las disciplinas mágicas más destacadas de la época: la astrología, el hermetismo y la alquimia. Empecemos por la primera.

El poder de los astros

Geomancia, hidromancia, aeromancia, piromancia, gallomancia, oniromancia, quiromancia, nigromancia, ornitomancia, libromancia: durante el Renacimiento no hubo técnica mágica para predecir el futuro que no fue fuera practicada en mayor o menor medida, pero ninguna alcanzó la popularidad de la astrología, a la que acudieron ricos y pobres, ciudadanos y campesinos, hombres y mujeres, laicos y eclesiásticos, nobles y plebeyos para consultar cualquier turbulencia existencial. Así, por ejemplo, en 1459, a cambio de poder dispensar unas bulas papales, Francesco Sforza se comprometió a ir a las cruzadas. Bianca escribió a su madre preocupada y Agnese respondió que estuviera tranquila. Francesco no iría a luchar contra los turcos, pues así lo había dicho un astrólogo. Incluso el historiador suizo Jacob Burckhardt, quien se sentía fascinado por el pensamiento moderno que supuso el Renacimiento, no pudo evitar cierto asombro al desgranar los numerosos casos sobre la pasión por la astrología que iba encontrando en la Italia renacentista hasta en ámbitos tan marcados por la doctrina cristiana como el propio pontificado:

«La mayor parte de los papas consienten que sean consultados los planetas y, si Pio II es una excepción, no haciendo caso ni a la interpretación de los sueños, de los prodigios y los encantamientos, Leone X por el contrario parece haberse enorgullecido de que bajo su pontificado la astrología floreciese, y Paolo III no celebró jamás ningún consistorio sin que los astrólogos no hubieran indicado el momento».

Sin embargo, Burckhardt quizás no debería haberse sorprendido tanto, pues, dados los conocimientos astronómicos de la época, en cierta manera resultaba casi lógico pensar que el curso de los astros influía en el devenir de los seres humanos. Para entender esto, es necesario remontarnos a la Antigüedad. En la Grecia clásica, formidable marmita donde se cocinaron todas las corrientes culturales que circulaban por el Mediterráneo, se definieron los fundamentos de la astrología sobre el camino ya andado en Mesopotamia y, en menor medida, en Egipto, donde el interés por los astros se había mantenido muy encorsetado al ciclo solar. Gracias a su mejor dominio de las matemáticas y la geometría, los filósofos y astrónomos griegos formularon un modelo cosmológico que habría de perdurar hasta la revolución copernicana del siglo XVI. Es el sistema de las esferas concéntricas que vimos cuando analizamos los astros: desde la Tierra se van superponiendo las esferas que los siete astros “errantes” —la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno— definen con sus órbitas aparentes en torno a nuestro planeta. Siguen una octava esfera con las estrellas que casi permanecen fijas; una novena denominada Primo mobile que gira vertiginosamente imprimiendo con su movimiento el que tienen las demás; y una décima, la Prima causa, equivalente al Dios de los cristianos, donde se originó todo el universo y las leyes que lo rigen.

El Mago del Bosco (c. 1520), un claro ejemplo del bagatella que se aprovecha de la ingenuidad de los necios, esto es, de los que no siguen los preceptos cristianos.
El Mago del Bosco (c. 1520), un claro ejemplo del bagatella que se aprovecha de la ingenuidad de los necios, esto es, de los que no siguen los preceptos cristianos.

Aquel modelo cosmológico fue desarrollado por primera vez de forma ordenada por Aristóteles y, con los aportes de diversos astrónomos a lo largo del tiempo como Hiparco de Nicea, fue consolidado por Claudio Tolomeo (c. 100 – 178) en dos obras clave —el Almagesto y el Tetrabiblos—, las cuales delimitaron el marco astronómico del Medioevo, sobre todo en el ámbito islámico. En síntesis, la razón que fundamenta la creencia astrológica en el sistema tolemaico es la siguiente. Cada astro tiene su propio tipo de naturaleza en función de la teoría de los cuatro temperamentos o cualidades. Por ejemplo, Saturno es frío y seco ya que está muy lejos del Sol, mientras que la Luna es húmeda por su cercanía a la Tierra y caliente por su proximidad al Sol. Todos los astros son radiantes, como el Sol, y en los rayos que emiten en continuación al universo se transmite su naturaleza. Así, al igual que del Sol llegan a la Tierra rayos calientes, de Saturno llegan fríos y secos. De los cuatro temperamentos hay dos que son nutritivos y saludables —el calor y la humedad—, ya que fusionan y alimentan a la materia; mientras que los otros dos —el frío y la sequedad— son dañinos y destructivos al provocar la descomposición de la materia. Por eso hay astros benignos, como Venus, y astros malignos, como Saturno. En función de la posición aparente de los astros errantes entre sí, los rayos de unos y otros se van entremezclando de una forma u otra dando lugar a períodos malignos o benignos; y en esa mezcla también influye la posición de las estrellas fijas de la octava esfera, como las doce constelaciones del zodíaco. Por ejemplo, según explica Tolomeo en el Tetrabiblos:

«Cuando Saturno sea el único gobernante, producirá desastres, acompañado de frío. Y, al tiempo en que el evento pueda aplicarse a la raza humana en particular, inducirá entre los hombres persistirán desastres, tisis, decaimientos, reumatismos, desórdenes de humores acuosos, y ataques de fiebre de malaria; así como exilio, pobreza, y una masa general de malestares, dolores y alarmas: las muertes también serán frecuentes, pero principalmente entre personas en edad avanzada».

Por lo tanto, sostienen los astrólogos tolemaicos, si podemos predecir cuál será el mapa estelar del futuro, es decir, cuál será la posición de los astros errantes y las estrellas, podemos vaticinar qué períodos serán malignos o benignos, cuáles serán los idóneos para emprender una guerra y cuáles para celebrar un matrimonio. Este tipo de astrología se conocerá como astrología mundana, relativa al mundo, y era la que se podía aceptar sin dificultades desde una perspectiva cristiana, al igual que se aceptaba cualquier otra ley física del universo, como las mareas. Bastaba con pensar que, si la Prima causa es Dios y si el universo se desplaza siguiendo un criterio divino, la lectura de los astros suponía la lectura de signos divinos.

La otra derivada de la astrología tolemaica es el horóscopo, la observación de la hora en la que se ha nacido. El fundamento de esta creencia es que los seres humanos adquieren un carácter u otro en función de la situación estelar en el momento de la concepción. Para entendernos: en la naturaleza humana se imprimen los rayos astrales que justo en ese momento están llegando a la Tierra. Así por ejemplo, según Tolomeo, nacer bajo determinada conjunción de Marte con Venus hace que una persona tenga «la mente alegre, dócil, amigable, complaciente, dichosa, juguetona, franca, deleitándose con las canciones y el baile, amoroso, atraída por las artes, y de personificación dramática, voluptuosa, valiente, libidinosa en el deseo, sensible, precavida, y discreta».

Este tipo de astrología, denominada judiciaria, resultaba incompatible con la doctrina cristiana, entre otras razones, porque se contradice con la creencia en el libre albedrío, pieza angular de todo el sistema moral cristiano: solo una elección tomada en absoluta libertad —y no influenciada por los astros, que por añadidura se rigen por las leyes divinas— puede ser castigada o recompensada por toda la eternidad. Para superar esta contradicción, los autores cristianos que defendieron la astrología judiciaria pergeñaron diversas teorías que, en esencia, venían a reducir el peso de los astros dejándolo en una mera influencia, una tendencia, más que superable mediante la voluntad.

Aunque hoy en día no queda ni el menor asomo de duda de que la astrología carece de fundamento, ya que ni los astros giran en torno a la Tierra, ni tienen cuatro naturalezas determinadas por cuatro elementos, ni emiten rayos, ni en caso de emitirlos afectarían al código genético, es importante resaltar que el modelo planteado por Aristóteles y Tolomeo se basa en un método que podríamos considerar científico. A partir de la observación de los astros se infieren unas leyes de causa y efecto racionales, coherentes y, más o menos, observables en la experiencia, ya que algunos pronósticos sí que se cumplían, sobre todo los más ambiguos. De ahí que esta astrología estuviera tan extendida incluso durante el Renacimiento, en vísperas de la revolución copernicana. No sucedió lo mismo con el otro rumbo que siguió la astrología en Grecia: el misticismo cosmológico.

Master of the Hausbuchs (1475). Los belicosos hijos de Marte (izquierda) y los alegres hijos de Venus (derecha). Las ilustraciones sobre los hijos de los planetas, muy en boga desde finales del siglo XV, se basan en los planteamientos de la astrología judiciaria.
Master of the Hausbuchs (1475). Los belicosos hijos de Marte (izquierda) y los alegres hijos de Venus (derecha). Las ilustraciones sobre los hijos de los planetas, muy en boga desde finales del siglo XV, se basan en los planteamientos de la astrología judiciaria.

El hermetismo

El segundo gran camino astrológico que recorrieron los griegos nació de Platón, a partir de sus teorías sobre la creación del universo como un todo orgánico donde cada parte participa del todo por el vínculo que se establece en el alma cósmica. En este sentido, Kocku von Stuckrad destaca el siguiente pasaje del Timeo (38e):

«Una vez que cada uno [de los astros] que eran necesarios para crear el tiempo estuvo en la revolución que le correspondía y, tras sujetar sus cuerpos con vínculos animados, fueron engendrados como seres vivientes y aprendieron lo que se les ordenó, comenzaron a girar según la revolución de lo otro, que en un curso oblicuo cruza la de lo mismo y es dominada por ella. Unos [astros] recorren un círculo mayor y otros, uno menor; los del menor tienen revoluciones más rápidas, los del mayor más lentas».

El cual le parece clave no ya para el devenir de la astrología, sino de todo el esoterismo occidental:

«En tal cosmología es posible reconocer como Platón sentó las bases de todo el esoterismo occidental; todavía en la actualidad, para la astrología la correspondencia simbólica (en palabras de Platón, “los vínculos animados”) entre los planetas es una importancia fundamental. También la concepción del cosmos como un ser vivo, cuyas partes están conectadas entre sí, es para el esoterismo y la filosofía de la naturaleza una convicción indestructible».

No le falta razón, aunque supongo que si no hubieran partido de Platón, las corrientes esotéricas se habrían desarrollado de igual manera, ya que la idea de que el universo formaba un todo orgánico estaba muy extendida por el Mediterráneo oriental. El mecanismo lógico de estos planteamientos astrológicos es fácil de comprender si equiparamos el universo con el cuerpo humano. Al igual que en un ser humano lo que sucede en una parte del cuerpo —como una caries, una úlcera o una fractura— afecta y se siente por el resto; en el universo, un acontecimiento cósmico —como una conjunción astral— repercute en el resto del organismo. Junto con otras ideas neoplatónicas, en parte esta es una de las creencias del hermetismo, una filosofía mágica que despertó un gran entusiasmo en la Florencia de los Medici.

El microcosmos como reflejo del macrocosmos. Ilustración del Utriusque cosmi maioris scilicet et minoris metaphysica... de Robert Fludd (1618).
El microcosmos como reflejo del macrocosmos. Ilustración del Utriusque cosmi maioris scilicet et minoris metaphysica… de Robert Fludd (1618).

El hermetismo es una mistificación de la mistificación que se hizo de los textos platónicos —incluidas sus metáforas y alegorías tomadas al pie de la letra—, entremezclada a su vez con otras corrientes místicas de la época, como el cristianismo gnóstico. Se desconoce a ciencia cierta cuándo se desarrolló el hermetismo y el alcance real de aquel conjunto de creencias, pero parece ser que fue en Egipto en tiempos de la dominación romana. Formalmente, los textos herméticos giran en torno al dios Hermes Trismegisto («Hermes tres veces grande»), una especie de profeta divino resultado de mezclar al dios Hermes de los griegos, al que los romanos llamaron Mercurio, con el dios Toth de los egipcios. En ambos casos se trataba de dioses relacionados con la escritura y, por ende, con la revelación de verdades ocultas. Entre otros textos de la literatura hermética, cabe destacar el Corpus hermeticum, el Asclepio y un documento muy breve conocido como la Tabla esmeralda, donde se resumen de forma aún más críptica de lo habitual las máximas de esta doctrina religiosa.

Aunque la filosofía hermética sea mucho más compleja, sobre todo en la lectura que hicieron durante del Renacimiento, para aproximarnos a sus planteamientos podemos destacar tres ideas clave. La primera es que todas las partes del universo están relacionadas entre sí y que se ordenan de forma jerárquica desde lo más material a lo más inmaterial, desde lo más malvado a lo más bueno. La segunda es que el universo ha sido creado por Dios, que además es el universo, por lo que el conocimiento del universo supone el conocimiento de Dios. Esto se entiende si pensamos en una bola de arcilla que de pronto decide cobrar forma y una parte de ella se convierte en el universo. Dios es la decisión que lleva a la bola a transformase en el universo y además es parte de esa bola. Por último, la tercera idea clave es la que se resume en una célebre máxima de Tabla esmeralda: «Lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo. Actúan para cumplir los prodigios del Uno»; la cual viene a decir que todo lo que sucede en el macrocosmos, en el Universo, se refleja en el microcosmos, en el ser humano.

La alquimia

La tercera disciplina mágica más destacada del Renacimiento fue la alquimia, tanto en su versión práctica, como en su versión mística. La alquimia nació de forma casi coetánea en China y el Egipto helenista hacia el siglo II a.C., dos áreas culturales engarzadas por Persia, India y la ruta de la seda. En Occidente, el objetivo último de la alquimia fue convertir algunos metales de poco valor, como el plomo, en oro, para lo cual se basaban en el siguiente razonamiento de partida.

Primera premisa: Todo lo que hay sobre la tierra es resultado de la combinación de cuatro elementos básicos: fuego, aire, tierra y agua. Mediante procesos químicos como la combustión o la destilación, se puede modificar la naturaleza de las sustancias alterando la composición de sus elementos básicos. Así, por ejemplo, mediante calor y frío el agua se puede convertir en vapor (aire) o en hielo (tierra). Segunda premisa: los metales son sustancias orgánicas que crecen en el interior de la Tierra. Hay siete metales principales: oro, plata, hierro, mercurio, cobre, plomo y estaño. La naturaleza de cada uno depende de diversos factores que han intervenido cuando estaban gestándose bajo tierra, como la relación de azufre y mercurio que hubo durante su mezcla primigenia. Por lo tanto, mediante procesos químicos se puede modificar, transmutar que decían los alquimistas, la naturaleza de un metal en otro.

Fragmento de una de los libros sobre alquimia más fascinantes: el Splendor Solis (1582).
Fragmento de una de los libros sobre alquimia más fascinantes: el Splendor Solis (1582).

Con ese objetivo, durante cientos de años los alquimistas se dedicaron a hornear, destilar, triturar, solidificar, evaporizar, calcinar, cristalizar, coagular y fermentar metales y otras sustancias de origen animal y vegetal en hornos y alambiques en busca de un imposible. El camino alquímico fue recorrido por una legión de charlatanes, pero también por brillantes científicos, como Giabir ibn Hayyàn Geber, Roger Bacon, o el mismísimo Isaac Newton; y desde la alquimia llegaron grandes aportes a otros campos como la medicina, la agricultura o la tintorería, dado que —a pesar de todas sus fantasías— los alquimistas eran lo más parecido a un químico que hubo durante siglos. De hecho, ¿quién sabe qué habría pasado en la historia de la ciencia si los (al)químicos no hubieran desperdiciado tantísimos esfuerzos en una futilidad tan grande como conseguir oro y se hubieran concentrado en buscar medicamentos y otras utilidades reales?

Tras la caída del imperio romano, la alquimia siguió desarrollándose en los países islámicos, desde donde regresó a la Europa cristiana a partir del siglo XII aproximadamente. Tres siglos después se encontraba en pleno apogeo y, junto con la astrología, fue una de las disciplinas mágicas más célebres durante el Renacimiento. Parte de su aceptación se debía a que para conseguir transformar un metal vil en oro —la Gran Obra, dicho en los pomposos términos alquímicos—, pensaban condición indispensable que el alquimista fuera una persona moralmente perfecta, de una virtud extraordinaria, por lo que se mantenían lejos de la magia negra relacionada con el Diablo. De ahí que sus detractores considerasen la alquimia una majadería propia de los charlatanes, pero no un pecado peligroso.

Además, otra característica importante de la alquimia es el manto poético con que arroparon su discurso. En parte para ocultar sus logros y secretos, en parte para eludir la posible acción represiva de las autoridades, los alquimistas crearon un universo simbólico cada vez más críptico y autorreferencial, en ocasiones tan tupido que hasta los expertos tienen dificultades hoy en día para desentrañar algunos pasajes: «Hay un ave en el mundo superior a todas, preocúpate sólo de encontrar su huevo donde la tierra clara circunda a la yema amarilla. Atácalo hábilmente con una espada ardiente (que Marte ayude a Vulcano). El pollo que saldrá de allí será vencedor del hierro y del fuego», reza un pasaje del Atalanta fugiens que probablemente haga referencia a un mero proceso químico relacionado con la Gran Obra.

Aquel proceso de simbolización fue realmente complejo pues, como ocurre en toda actividad poética, las máscaras alegóricas se iban retroalimentando unas de otras y, empujadas por su propia inercia lírica, cada vez resultaban más importantes por sí mismas al margen del proceso alquímico que describían. Sin duda, la tentación era irresistible. Así, por ejemplo, es innegable que afirmar «Emerge de aquí un dragón que, si se deja en fimo de caballo durante veinte días, se devora la cola hasta que no queda nada. Este dragón, que llaman Ouroboros, es de aspecto blanco, de piel manchada y tiene una forma muy extraña», resulta más sugerente que «De aquí sale una aleación de cobre y plata que, si se calienta durante 20 días en estiércol de caballo, pierde la plata». De hecho, el que esto escribe no pudo evitar cierta decepción cuando en su día descubrió que tras los fascinantes dibujos y textos alquímicos no se escondían más que tristes recetas para preparar tortillas de mercurio y azufre con las que obtener oro.

En este vuelo aéreo sobre la jungla alquímica, por último, es importante reseñar que, junto con la alquimia práctica, se desarrolló otra de corte puramente teórico, de carácter místico, que hacía referencia a la trascendencia del individuo en términos neoplatónicos y herméticos. Ahora de lo que se trata es de trasmutar la naturaleza miserable del ser humano en una naturaleza sublime, espiritual, en armonía con el cosmos, que gracias a su perfecta virtud y conocimiento del bien está más próxima a Dios, a la inmortalidad. Esta manera de entender la alquimia, en cierta manera, es la que resultó más sugerente a los filósofos neoplatónicos florentinos, como Marselo Ficino.

El fraude mágico

Ahora qué conocemos las principales disciplinas mágicas de la época, podemos volver a plantearnos la cuestión de partida: ¿por qué el mago del tarot es un prestidigitador y no un mago más serio como un astrólogo o un alquimista? La elección no parece casual, sino una toma de postura en un debate que se remonta a los padres de la Iglesia y que, en esencia, viene a ser el siguiente: ¿son ciertos los sucesos mágicos? Unos sostienen que son verdad, mientras que otros como Agustín de Hipona afirmaban que son ilusiones, ya fueran fruto de la credulidad humana, ya fueran orquestadas por el Diablo, pues los demonios son incapaces de crear, pero sí de generar espejismos, imágenes fantásticas, ilusiones. En palabras de Schmitt:

«Aunque no tienen la capacidad de crear, los demonios tienen una enorme capacidad técnica, fuente, se decía en el Medioevo, de sus “maquinaciones”. Tienen, por ejemplo, “el poder de provocar incluso enfermedades, de volver insano el aire” y, sobre todo, de suscitar “en el pensamiento de los hombres ciertas visiones imaginativas, tanto en la vigilia como en el sueño”».

Es por esto por lo que incluso los defensores de la magia seria, como la alquimia, consideran a los prestidigitadores un símbolo del fraude mágico. Roger Bacon, por ejemplo, afirmaba:

«Si bien es poderosa la naturaleza y pletórica de maravillas, el arte de utilizarla es más poderoso que sus facultades naturales, como vemos a menudo. Todo lo que es extraño a la naturaleza y al arte, o no es humano o es fruto de artimañas y engaños. Pues hay quienes, dando vida a falsas apariencias con el rápido movimiento de los miembros o la mutación de la voz o con instrumentos ingeniosos o con la ayuda de la oscuridad o con la complicidad de otro, presentan a los mortales cosas extraordinarias que a pesar de todo no existen. De éstos está lleno el mundo, como bien sabe quien averigüe en este sentido. Los estafadores engañan en realidad con el movimiento veloz de las manos, y las pitonisas, articulando voces diferentes en el vientre, en la garganta y en la boca, hacen que se oigan voces humanas distantes y próximas, según les plazca, como si el espíritu hablase con el hombre, o bien imitan los sonidos de los animales».

Epistola fratris Rogerii Baconis de secretis operibus artis et naturae et de nullitate magiae, en Franco Cardini, 1999: 203

Por lo tanto, con el bagatella, un especialista de la ilusión que basa su espectáculo en el engaño de los sentidos, no solo se está incluyendo un mago en la baraja del tarot, también se está afirmando que la magia es pura ilusión y, si acaso, una engañifa diabólica, lo cual adquiere su significado pleno al contraponerse con el triunfo más alto de la jerarquía, el Mundo o el Ángel, en ambos casos una alegoría de la certeza que supone la realidad celestial. Así, frente a la ilusión de la magia, y por ende de la herejía y el paganismo, frente a las vanidades de la realidad material, frente al engaño de los sentidos en este mundo, se manifiesta la supremacía indiscutible de la fe en Dios. La inclusión del bagatella y su situación en el escalón más bajo de la jerarquía del tarot supone, en definitiva, la afirmación del triunfo de Dios.

Alquimia, astrología, hermetismo, cábala, geomancia, aquelarres, nigromancia… todas estas disciplinas mágicas y religiosas, extrañas al cristianismo, son las que debemos ver en los cubiletes del Mago del tarot. Son los últimos vestigios de un ejército tardomedieval que pronto será vencido por la ciencia y el escepticismo, a pesar de que en el Renacimiento aún parecían fortalezas inexpugnables. En el siglo XV se consideraron supercherías desde una perspectiva cristiana, en el XVII desde las luces de la Razón.

Grabado del siglo XVI en el que se muestra la relación de la magia con el pecado. Al fondo vemos un personaje que, como el Mago del tarot, está realizando el truco de las bolitas.
Grabado del siglo XVI en el que se muestra la relación de la magia con el pecado. Al fondo vemos un personaje que, como el Mago del tarot, está realizando el truco de las bolitas.

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