Turquía 9: Bursa
El viaje sigue en Bursa, una ciudad industrial que está alejada de los circuitos turísticos.
Cogí un autobús muy pronto por la mañana para ir desde Çanakkale hasta Bursa, una ciudad industrial que es la tercera en población de todo el país. Llegué hacia el mediodía, después de unas cuatro horas de viaje, de la estación de bus fui en un bus municipal hasta el centro y entre una cosa y otra salí del lugar donde me alojaba hacia las dos. Lloviznaba y hacía frío, pero a medida que fueron pasando las horas, el tiempo fue despejando y al final pude disfrutar del día.
Mi primera parada fue en un museo dedicado al teatro de marionetas turco, al inefable Karagoz. El museo es pequeño y está alejado del centro, pero como me chiflan los teatros de marionetas me compensó el viaje.
Del museo fui al centro de la ciudad, donde mi primera parada fue en la Gran mezquita, la Bursa Ulu Camii, que se construyó 1396 y 1399 por mandato del sultán Bayezid para conmemorar la victoria de los otomanos en la batalla de Nicópolis.
La mezquita mide unos 55 por 69 metros, cuenta con tres grandes entradas y está cubierta por veinte pequeñas cúpulas que se apoyan en gruesas columnas. Es un espacio que transmite paz y tranquilidad, como todas las mezquitas otomanas, por la luz, el silencio, la claridad y los grandes volúmenes abovedados. En el centro hay una fuente del siglo XIX para realizar las abluciones rituales. Muy curioso.
De la Gran Mezquita marché al Koza Han, un antiguo caravasar que está al lado. El cuerpo central era un espacio rectangular donde iban llegando las caravanas. En las paredes se abrían corredores con tiendas y oficinas comerciales de todo tipo.
El caravasar me gustó mucho. Me senté incluso un rato en una de las terrazas a tomarme un té mientras mordisqueaba una especie de pan con sésamo que se vende en los puestos callejeros. Sin embargo, el bazar adyacente me resultó insulso, con todo muy ordenadito, muy lejos de los bazares que me gustan, como el de la ciudad de Túnez, todo calles laberínticas y ruidosas llenas de olores y colores.
A continuación me dirigí hacia la Mezquita Verde, que está algo alejada del centro. Se construyó en 1412 durante el mandato del sultán Mehmed I. Es pequeña y muy bonita. Me fastidió algo la visita un grupo de franceses que no paraban de gritar y mofarse de todo. Me pregunto si harían lo mismo en una catedral cristiana, lo cual me habría parecido igual de mal.
Otra razón para acercarse a la Mezquita Verde es porque en la zona se conservan algunas casas con la arquitectura tradicional otomana. De madera, coloridas y con la fachada rompiendo en niveles de distinta profundidad. Muy chulas.
Ya de vuelta al centro, pasé por el puente Irgandi, que también se remonta al siglo XV. Aunque terminó medio derruido a principios del siglo XX, en 1948 fue reconstruido. Como en el Ponte Vechio de Firenze, en los lados se abren pequeños negocios, en este caso dedicados a la orfebrería y el diseño.
Del puente fui a un mirador que había en una colina, donde llegué cuando estaba anocheciendo. Las vistas son formidables, pues la ciudad, que es enorme, está rodeada por montañas y el resultado es espectacular.
Ya de noche, concluida la visita a la ciudad, marché hacia el hotel donde me alojaba. Quería cenar algo en algún lugar donde sirvieran cerveza, pero el plan parecía complicado. No había sitio alguno que sirvieran alcohol, salvo una tienda recóndita que descubrí por casualidad al ver a dos jóvenes salir con una lata en la mano. Supongo que se debe a que no es una ciudad turística, pero el caso es que fue el primer y único sitio grande de toda Turquía donde me pareció complicado beber alcohol. Sin embargo, al final conseguí encontrar un bar escondido que estuvo genial. La cerveza siguió siendo pésima, la Éfeso que se produce en el país, pero el ambiente semiclandestino del garito me hizo mucha gracia. Me recordó a un viaje por Túnez donde sucedía lo mismo. De alguna manera, la cerveza se convirtió en algo más que una bebida embriagante. Su consumo en un espacio colectivo era un signo contra el fanatismo y me sentó la mar de bien pimplarme aquellas cervezas con la complicidad de la parroquia más rebelde. Estambul, baluarte de libertad frente a la intolerancia religiosa, sería otra cosa.
Sin comentarios