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Orfeo entre los muertos

Sobre el descenso de Orfeo al reino de los muertos

Orfeo entre los muertos
Jean-Baptiste-Camille Corot

El mito de Orfeo es muy antiguo y complejo, ya que está relacionado con tres grandes fenómenos culturales. Por un lado, el mito de Orfeo, que es el que trato aquí; por otro, un conjunto de poemas atribuidos al poeta mítico; y, por último, el movimiento místico de los órficos, el orfismo.

Parece seguro que Orfeo era hijo de un dios fluvial llamado Eagro, pero los antiguos mitógrafos no se ponían de acuerdo respecto a la identidad de la madre. Para la mayoría era Caliope, la mayor de las nueve musas, pero según otras versiones tal vez era Polinia o, incluso, Menippei.

Su canto era tan maravilloso que fascinaba a los dioses, los hombres, las bestias salvajes y hasta los árboles. Su voz siempre estaba acompañada por la música de su lira, de la que fue inventor, por lo menos del modelo de 9 cuerdas que se utilizaba en tiempos clásicos.

El hecho más destacado de su juventud es su participación en el viaje de los argonautas en busca del vellocino de oro. Aquella aventura tuvo como protagonistas al valiente Jasón y los 50 o 55 héroes que le acompañaron, llamados argonautas por el nombre del barco en el que viajaron: Argos. A Jasón, su hermanastro Pelias le envió a realizar una misión muy peligrosa con la intención secreta de desembarazarse de él: debía traerle el vellocino de oro de un carnero sagrado, consagrado a Ares, que se encontraba en un lugar muy lejano y custodiado por un dragón espantoso. Jasón tuvo que sortear todo tipo de peligros para conseguirlo y en más de una ocasión fue decisiva la intervención de Orfeo, que terminó siendo una especie de sacerdote y consejero.

Orfeo John Macallan Swan (1847-1910)
Orfeo. John Macallan Swan (1847-1910).

Orfeo y Eurídice

No se dice cuándo con claridad, pero es de suponer que a la vuelta de su viaje con los argonautas, Orfeo se casó con Eurídice, una hermosa dríade. Según la leyenda, un día estaba paseando Eurídice en compañía de un grupo de náyades cuando una serpiente le mordió en el tobillo y la ninfa de los bosques murió envenenada en apenas unos segundos mientras pensaba en su amado. Cuando descubrió el cuerpo sin vida de su mujer, enloquecido de angustia y tristeza, Orfeo decidió ir a buscarla al mismo reino de los muertos.

Tras atravesar la laguna Estigia se adentró en el mundo de las sombras hasta llegar ante los reyes del inframundo, la misteriosa Perséfone y el tenebroso Hades, y para ellos cantó con su lira implorando por la vida de su amada. Así lo cuenta Ovidio en su Metamorfosis (libro X):

«¡Divinidades del mundo
situado bajo tierra, en el que caemos todos los que nacemos mortales,
si es lícito y permitís decir la verdad sin los ambages
de una boca falsa, no he descendido aquí para ver
el tenebroso Tártaro ni para encadenar las tres gargantas
erizadas de culebras del monstruo meduseo;
el motivo de mi viaje es mi esposa, sobra la que una víbora
al pisarla derramó su veneno y le robó sus prometedores años.

»Quise poder soportarlo y no diré que no lo he intentado:
venció el Amor. Este dios es bien conocido en la región de arriba;
lo es y, si el rumor de un antiguo rapto no ha mentido, a vosotros
por este Caos enorme y el silencio de este vasto reino,
os suplico, volved a tejer el destino adelantado de Eurídice!

»Todos os somos debidos y, demorándonos algo, antes o después
nos dirigimos deprisa a un único lugar.

»Aquí nos encaminamos todos, ésta es la última morada
y vosotros habitáis los reinos más extensos del género humano.

»También mi vida, cuando cumpla oportunamente los años
que le corresponden, será de vuestro dominio: como regalo pido
su disfrute, Pero, si los hados niegan la venia a mi esposa,
he decidido no regresar: alegraos con la muerte de los dos».

Orfeo delante de Perséfone y Hades. Crátera ateniense. Siglo IV a. C. Antikensammlungen, Munich

Orfeo delante de Perséfone y Hades.
Crátera ateniense. Siglo IV a. C.
Antikensammlungen, Munich

Jamás se había escuchado un canto tan hermoso en el reino de los muertos. Llevada de mano en mano por los ecos de las sombras, la súplica de Orfeo llegó hasta el último rincón del reino de Hades y, por un instante, el tiempo mismo se detuvo: Sísifo, condenado a subir una roca por toda la eternidad conoció un momento de descanso, el águila que día tras día le arrancaba el hígado a Prometeo frenó su pitanza macabra, también dejó de rodar la rueda ardiente en la que permanecía encadenado Ixión desde tiempos inmemoriales, Tántalo dejó de sentir aquella sed implacable que le obligaba a perseguir el agua escurridiza y al son de sus palabras hasta las mismas almas sin vida derramaron lágrimas.

Tan hermoso fue el canto de Orfeo y tan desgarrada fue su súplica de amor que Hades, dios y señor de los muertos, Hades, el invisible, al que nunca mortal alguno llamaba por su nombre para no despertar su ira, mandó llamar a Eurídice para que regresara con su amado al mundo de los vivos.

Sin embargo, le impuso una condición al poeta. Ocurriera lo que ocurriera, Orfeo no debía ver el rostro de su esposa hasta que ambos salieran de sus dominios. Y así se pusieron en camino los dos enamorados, el uno delante de la otra, y en silencio recorrieron valles y pendientes envueltos por la niebla de la muerte hasta que, cuando estaban a punto de alcanzar la superficie, Orfeo se giró para ver si Eurídice le acompañaba y al instante una irresistible fuerza volvió a llevarse a su amor por segunda vez.

Desesperado corrió de nuevo a la orilla de la laguna Estigia, pero Caronte se negó a volverle a ayudar a cruzar las aguas que llevan al más allá. Por siete días y siete noches le suplicó al inclemente barquero, alimentándose tan sólo de su insoportable dolor, pero esta vez todo fue inútil y despojado de toda esperanza Orfeo abandonó los confines de la muerte para refugiarse en lo alto del elevado Ródope, donde ni siquiera el viento pudo acallar la tristeza de su canto.

Orfeo saca a Eurídice del reino de los muertos. Jean-Baptiste-Camille Corot (1861). Museum of Fine Arts, Houston, Texas

El rapto de Perséfone

Cuando canta para Hades y Perséfone Orfeo menciona «un antiguo rapto» para despertar la piedad de los reyes de los muertos. El poeta se refería así a una creencia muy antigua e importante entre los griegos. Según cuentan, Hades se enamoró de Perséfone, la hija de Zeus y Deméter, que era la diosa del grano y la tierra cultivada, y en un rapto de pasión la raptó y se la llevó al reino de los muertos. Desconsolada, Deméter buscó a su hija por aquí y por allá pero no la encontró y fue tal su pena que se retiró a Eleúsis, cerca de Atenas. En ausencia de la diosa de la agricultura, nada comestible crecía sobre la tierra y los mortales se morían de hambre. Zeus decidió intervenir antes de que el desastre fuera a mayores y le dijo a su hermano Hades que liberase a la diosa.

Hades consintió de mala gana y antes de que Perséfone saliera del reino de los muertos le regaló unas semillas. La diosa se las zampó en un santiamén y con tan parca pitanza selló definitivamente su destino, pues nadie que hubiera comido las viandas de los muertos podía volver entre los vivos. Pero como algo había que hacer para que a Deméter se le pasase el enfado, por fin consiguieron llegar a un acuerdo. Durante seis meses al año, tantos como semillas se había comido, Perséfone permanecería con su esposo entre los muertos, y durante los otros seis estaría con su madre. Por eso desde entonces se alternan las estaciones: unas tristes en las que no crece nada, cuando Perséfone se marcha con Hades, y otras alegres en las que por florece la vida.

Al infierno, pathos

Además de Orfeo, varios fueron los héroes que, por una razón u otra, fueron en vida al reino de los muertos; entre ellos: Heracles, Teseo, Piritoo y Odiseo (Ulises). Odiseo fue por consejo de la maga Circe, quien le recomendó que fuera en busca del difunto adivino Tiresias si quería regresar alguna vez a su patria, Ítaca.

El astuto héroe así lo hizo. Tras cruzar el Océano en su negro navío, guiado por el viento, llegó a una ribera inmensa, donde crecían bosques sagrados de chopos y sauces que tan solo daban frutos muertos. Allí buscó el río Aqueronte, donde confluían el río de las llamas y el río de los Llantos, y cavó una fosa por la que llegar hasta la morada de los muertos, a los que consiguió aplacar con diversos sacrificios y ofrendas. Ya entre los difuntos, Odiseo no solo le consultó sus cuitas a Tiresias, sino que además vio a viejos amigos y compañeros, como Agamenón y al fiero Aquiles, quien le comentó afligido que antes hubiera preferido ser el más humilde de los pastores que ser el rey de los muertos.

Para gran dolor suyo, también allí se encontró con su madre y de las palabras que allí intercambiaron podemos hacernos una idea sobre cómo era la etérea y lúgubre vida de los muertos. Así nos lo cuenta Homero en boca de Odiseo:

«… cediendo a mi impulso,
quise al alma llegar de mi madre difunta. Tres veces
a su encuentro avancé, pues mi amor me llevaba a abrazarla,
y las tres, a manera de ensueño o de sombra, se escapó
de mis brazos. Agudo de dolor se me alzaba el pecho
y, dejándome oír, la invoqué con aladas palabras:
“Madre mía, ¿por qué no esperar cuando quiero alcanzarte
y que, aun dentro del Hades, echando uno al otro los brazos
nos saciemos los dos del placer de los rudos sollozos?
¿O una imagen es esto, no más, que Perséfona augusta
por delante lanzó para hacerme llorar con más duelo?”

»Dije así y al momento repuso la reina mi madre:
“Hijo mío, ¡ay de mí!, desgraciado entre todos los hombres.
no te engaña de cierto Perséfona, prole de Zeus,
porque es esa por sí condición de los muertos: no tienen
los tendones cogidos ya allí su esqueleto y sus carnes,
ya que todo deshecho quedó por la fuerza ardorosa
e implacable del fuego, al perderse el aliento en los miembros;
solo el alma, escapando a manera de sueño, revuela
por un lado y por otro. Mas vuelve a la luz sin demora,
que esto todo le puedas contar a tu esposa algún día”».

Disgresión infernal

En la religión cristiana, el tipo de vida que hay después de la muerte depende del comportamiento que se ha seguido durante la vida terrenal, una especie de largo examen en el que es fácil suspender. Así, los buenos, los que han obedecido los preceptos divinos, se marchan al Cielo, mientras que los malos van al Infierno, donde les aguardan todo tipo de sufrimientos hasta el día del Juicio Final en el que se revisan algunos casos.

Educados en sociedades de sustrato cristiano, quizá nos cueste entender la concepción que tenían los griegos arcaicos de la muerte, pues parece ser que pensaban que todos por igual iban al reino de los muertos. Justos e injustos, héroes y bellacos, buenos y malos, a todos les esperaba el mismo destino: los dominios de Hades. Solo se escapaban de este lúgubre destino unos pocos mortales, por lo general emparentados con alguna deidad, que emprendían hazañas tan extraordinarias que los dioses se los llevaban consigo al Olimpo. También les esperaba un destino distinto a los malos malvadísimos, aquellos que, impulsados por el deseo, el orgullo o la codicia habían atentado en gran medida contra los dioses; ya que por lo general eran castigados con tormentos terribles durante toda la eternidad, como le ocurrió a Prometeo y Sísifo, entre otros.

Como decía, al reino de los muertos marchaban todos por igual, buenos y malos, pero algunos que habían desafiado en gran medida a los dioses o que habían cometido crímenes espantosos recibieron castigos terribles por toda la eternidad. Es tan inmenso y desgarrado el canto de Orfeo que consigue, incluso, que su tormento se detenga durante unos instantes. Veamos algunos casos.

Prometeo, hijo del Titán Japeto, y por ende primo de Zeús, fue castigado por haberle proporcionado el fuego a los hombres. Fue encadenado en la cima del monte Cáucaso y todas las mañanas una águila monstruosa se zampaba su hígado, que durante la noche le volvía a crecer de nuevo. Por fortuna, Heracles le liberó de su tormento.

El astuto Sísifo, hijo de Eolo, debía empujar una roca enorme hasta la cima de una colina. En cuanto llegaba arriba, volvía a rodar hasta abajo y tenía que volver a subirla. Según algunos, tan pesado castigo le cayó por haber engañado a Tánatos (la Muerte) cuando vino a buscarle: le encadenó y durante un tiempo nadie murió, pero Zeus intervino y le obligó a liberarle.

A Tántalo le cayó un castigo menos pesado pero quizá más sádico. Sumergido en el agua hasta el cuello, sentía constantemente una sed enorme; pero, en cuanto bajaba la cabeza para beber, el agua se apartaba lejos de su alcance. Además, también padecía un hambre atroz. Por encima de él pendían unos frutos y cuando intentaba alcanzarlos las ramas se alejaban.

Ixión cometió varias faltas graves. Su último error fue intentar seducir a la esposa de Zeus, Hera, por lo que terminó atado con serpientes a una rueda de fuego en la que permanece rodando entre dolores y llamas por toda la eternidad.

Asesinado por despecho

Hay varias versiones sobre lo que ocurrió tras el desenlace trágico del rescate de Eurídice, pero todas conducen a la muerte del poeta a manos de unas mujeres tracias enloquecidas. Según algunos, a su vuelta instituyó los misterios órficos y prohibió que se iniciasen en ellos las mujeres; según otros, sencillamente no quiso volver a tener trato alguno con las mujeres y se rodeó de bellos muchachos con los que tal vez se acostaba. En cualquier caso, una noche un grupo de mujeres tracias se acercó hasta la cabaña donde estaban reunidos Orfeo y sus amigos y, apoderándose de sus armas, los asesinaron.

Unas ninfas se encuentran la cabeza cercenada de Orfeo. J.W. Waterhouse, 1900. Colección privada

Unas ninfas se encuentran la cabeza cercenada de Orfeo.
J.W. Waterhouse, 1900. Colección privada

Las razones de su crimen se intentaron explicar de varias maneras. Algunas versiones sostienen que las tracias actuaron por mero despecho, enfadadas por el rechazo del poeta cuya voz las tenía encandiladas. Otras atribuyen su locura a una vieja querella que mantenían Caliope, madre de Orfeo, y Afrodita. Hacía tiempo se habían enfrentado por una decisión de la hermosa musa: como Afrodita y Perséfone no se ponían de acuerdo acerca que con quien de las dos debía permanecer el irresistible Adonis, Zeus puso el asunto en manos de Caliope, que decidió repartir al muchacho entre las dos, a cada una le correspondería cuidarlo durante una parte del año. Afrodita nunca terminó de digerir tan salomónica decisión y, como no podía vengarse directamente de la madre, regurgitó su rabia provocando la locura en las tracias para que asesinaran al hijo.

Según otra versión bien distinta, quizá fue Zeus quien asesinó a Orfeo fulminándole con un rayo, al parecer molesto por que el poeta andaba por ahí contando a diestro y siniestro cuanto había visto en el reino de los muertos. Y la verdad es que esta versión pudo ser ver la correcta pues el rey del Olimpo se irritaba con facilidad.

El caso es que, por una razón u otra, el pobre Orfeo murió asesinado. Pero no acaban ahí sus aventuras, pues a continuación le ocurrió algo bien curioso. Tras morir, su lira fue transportada al cielo, donde quedó fijada eterna como constelación, pero su cabeza, cercenada por las arrebatadas tracias, fue arrojada a un río que la transportó hasta el mar. Desde allí, la cabeza, que a todo esto seguía cantando una música hipnótica, fue a parar a la isla de Lesbos, patria de grandes poetas y poetisas, como Safo. En Lesbos fue enterrada con todos los honores por sus habitantes y por fin pudo descansar el alma del poeta, que desde entonces vive en los Campos Elíseos cantando alegremente a los grandes espíritus que allí habitan.

El descenso de Orfeo al reino de los muertos se convirtió en el punto de fuga de un complejo movimiento místico, los órficos, quienes creían que en el mito se encontraban todos los detalles para cartografiar los dominios de Hades, y, por lo tanto, para escapar de la pesada muerte en que creían los griegos. Así, la iniciación en los misterios órficos debía consistir en desentrañar claves y mensajes ocultos en la larga ristra de narraciones míticas que pululaban en torno a Orfeo, con el objetivo de obtener la inmortalidad.

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Publicado por primera vez en El Jardín de los Dioses, quizás hacia 2007

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Textos seleccionados

Orfeo en el viaje de los argonautas

Apolonio de Rodas. Argonáuticas
Edición: Biblioteca Básica Gredos. Madrid, 2000
Traducción de Mariano Valverde Sánchez

Son varios los pasajes de las Argonáuticas donde aparece Orfeo. Selecciono tres: su presentación, en la que se explica su don para encantar a los elementos de la naturaleza con su canto; un largo texto donde se recoge el origen del Universo según la tradición órfica; y su enfrentamiento musical con las sirenas. (Los tres están seleccionados de la edición de mi adorada editorial Gredos arriba mencionada).

Canto I, 23 — 32 (Orfeo, el de la voz de oro)

«Ahora yo quisiera contar la estirpe y el nombre de los héroes, las rutas del prolongado mar y cuanto realizaron en su errante marcha. ¡Qué las Musas sean inspiradoras de mi canto!

»Primero mencionemos a Orfeo, al que en otro tiempo es fama que la misma Calíope, tras compartir su lecho con el tracio Eagro, alumbrara cerca de la atalaya de Pimplea. De él cuentan que con la armonía de sus cantos hechizaba las duras peñas en los montes y el curso de los ríos. Las encinas silvestres, testimonios aún de aquella melodía, sobre la ribera tracia de Zona se alinean frondosas, apretadas una tras otra, las que hechizadas por su lira, hizo él descender hasta allá desde Pieria».

Canto I, 495 — 515 (la teogonía órfica)

«Y a su vez Orfeo sosteniendo la cítara con su mano izquierda ensayaba el canto.

»Cantaba cómo la tierra, el cielo y el mar, otrora confundidos entre sí en una forma única, a consecuencia de una discordia funesta se disgregaron cada uno por su lado; y cómo fijada para siempre en el éter tienen su demarcación los astros y los caminos de la luna y el sol; y los montes cómo surgieron y cómo nacieron los ríos sonoros con sus propias ninfas y todos los animales. Cantaba cómo al principio Ofión y la Oceánide Eurínome tenían el dominio del nevado Olimpo; y cómo, ante la fuerza de sus brazos, cedieron su dignidad el uno a Crono, la otra a Rea, y se precipitaron en las olas del Océano. Y aquéllos reinaron entonces sobre los Titanes, dioses bienaventurados, mientras Zeus, niño aún, alentando todavía espíritu infantil, moraba bajo la gruta Dictea; y los Cíclopes, nacidos de la tierra, no le habían fortalecido aún con el rayo, el trueno y el relámpago; pues éstos confieren a Zeus su gloria.

»Dijo. Y detuvo su lira a la vez que su voz inmortal; ellos, aunque había parado, adelantaban de todas maneras sus cabezas, todos a un tiempo, con los oídos atentos, embelesados por el hechizo; tal fascinación les había infundido su canto».

Canto IV, 895 — 920 (Orfeo contra las sirenas)

«En lo alto izaron la vela tendiéndola con las drizas de la verga. Un viento bonancible llevaba la nave. Y enseguida avistaron la hermosa isla Antemóesa, donde las armoniosas Sirenas, hijas de Aqueloo, hacían perecer con el hechizo de sus dulces cantos a cualquiera que cerca de ella echara amarras. Las había engendrado, tras compartir el lecho de Aqueloo, la bella Terpsícore, una de las Musas. Y en otro tiempo habían servido a la valerosa hija de Deo, aún virginal, acompañándola en sus juegos. Mas entonces eran por su aspecto semejantes en parte a aves y en parte a doncellas. Siempre al acecho desde una atalaya de buen puerto, ¡cuántas veces ya arrebataron a muchos el dulce regreso consumiéndolos de languidez! Sin reparo también para éstos emitieron de sus bocas una voz de lirio. Y ellos desde la nave ya se disponían a echar amarras sobre la orilla, si el hijo de Eagro, el tracio Orfeo, tendiendo en sus manos la lira Bistonia, no hubiera entonado la vivaz melodía de un canto ligero para que sus oídos zumbasen con la ruidosa interferencia de sus acordes. Y la lira superó su voz virginal. A un tiempo el Céfiro y el sonoro oleaje, que se alzaba de popa, llevaban la nave; y aquéllas emitían un confuso rumor.

»Pero, aún así, el noble hijo de Teleonte, Butes, el único entre sus compañeros, se adelantó y de su pulido banco saltó al mar fascinado en su ánimo por la armoniosa voz de las Sirenas; y nadaba entre el borbollante oleaje para alcanzar la orilla. En verdad que al instante allí mismo le hubieran privado del regreso, pero compadeciéndose de él la diosa Cipris, protectora de Érice, lo arrebató aún en, medio de los torbellinos lo salvó, acudiendo benévola, para que habitase el cabo Lilebeo».

La lira de Orfeo

Eratóstenes. Mitología del firmamento
Edición: Clásicos de Grecia y Roma. Alianza Editorial, Madrid 1999
Traducción de Antonio Guzmán Guerra

24. La lira

«Esta constelación, que ocupa el lugar noveno, representa la lira de las Musas. Este instrumento musical fue inventado por Hermes a partir del caparazón de una tortuga y de los cuernos de las vacas de Apolo; tenía siete cuerdas, en recuerdo de las hijas de Atlas. Se la entregó Apolo, quien después de entonar un canto con ella se la regaló a Orfeo, el hijo de Calíope, una de las Musas, que amplió el número de cuerdas a nueve en honor de las Musas, mejorando con mucho la lira. Orfeo fue muy apreciado entre los hombres, hasta el extremo que se sospechaba que embelesaba a las fieras y hasta las piedras con su canto.

»Orfeo dejó de honrar a Dionisio y empezó a venerar a Helio como si fuera el principal dios, al que también llamaba Apolo. Una noche se desveló y al amanecer se dirigió al monte Pangeo para contemplar la salida del Sol, a fin de ser el primero en ver al dios Helio. Ésta fue la causa de que el dios Dionisio, irritado, azuzara contra él a las Basárides, que lo despedazaron y desperdigaron cada uno de sus miembros. Más tarde, las Musas los reunieron y les dieron sepultura en un lugar llamado Libetra.

»Como no sabían a quién asignar la lira, pidieron a Zeus que la transformara en una estrella para que permaneciera en el firmamento como recuerdo del poeta y de ellas mismas. Zeus accedió y allí fue colocada. Como testimonio de la desgracia que le ocurrió a Orfeo, esta constelación se oculta en determinados momentos.

»Tiene una estrella sobre cada uno de los peines, también una sobre cada uno de los extremos del codo, una más sobre cada uno de los hombros, una sobre el puente y otra más de intenso brillo blanco sobre el dorso. Suman un total de ocho estrellas».

Orfeo

Virgilio. Geórgicas
Edición: Biblioteca Básica Gredos. Madrid, 2000
Traducción de Tomás de la Ascensión Recio García

Dicen los expertos que es en esta obra del gran Virgilio donde aparece mejor recogida la leyenda de Orfeo. Divido el pasaje en dos partes, la primera dedicada al descenso al reino de los muertos, y la segunda a su muerte.

Libro IV, 446 — 510 (Orfeo en busca de Eurídice)

[Le habla Proteo a Aristeo]

«La cólera de algún dios es la que te persigue; una grave culpa expías: Orfeo, digno de compasión por su desgracia inmerecida, promueve contra ti este castigo, si los hados no se oponen, y duramente venga la pérdida de su esposa. Al tiempo que huyendo de ti la joven a la muerte destinada corría veloz por las márgenes del río, no vio a sus pies en la crecida hierba un monstruoso hidro, que vigilas las riberas. Entonces el coro de las Dríades, de su misma edad, llenó con su clamor las cimas de los montes; lloraron las alturas del Ródope y el elevado Pangeo y la tierra belicosa de Reso y los getas y el Hebro y la ateniense Oritía. Y él, Orfeo, consolando con la cóncava cítara su desgraciado amor, a ti, oh dulce esposa, a ti con él a solas sobre la ribera solitaria, a ti al despuntar el día, a ti, cuando ya se retiraba, te cantaba.

»Entró en las mismas gargantas del Ténaro, profunda entrada de Plutón y bosque sombrío do mora el negro espanto, y se presentó a los Manes y ante el rey temible y ante los corazones que no saben ablandarse con humanas súplicas. Entonces, conmovidas por su canto, de las profundas moradas del Erebo acudían las tenues sombras y los espectros de aquellos que carecen de luz, tan numerosos cual las aves que a millares se esconden en la fronda cuando el Véspero o la huracanada lluvia las aleja de las montañas, madres y esposos y los cuerpos sin vida de los héroes magnánimos, niños y doncellas y jóvenes colocados sobre la hoguera a la vista misma de sus padres; alrededor de ellos un negro limo y el cañaveral repugnante del Cocito y la odiosa laguna de estancas aguas los aprisiona y la Estigia esparcida entre ellos nueve veces los encierra.

»Además se quedaron presos de estupor los reinos mismos de la Muerte en la profundidad del Tártaro, y las Euménides de cabellos trenzados con serpientes azuladas, y el Cérbero se quedó con sus tres bocas abiertas y la rueda de Ixión que voltea el viento se paró. Y ya Orfeo, volviendo sobre sus pasos, había escapado a los peligros todos y Eurídice recobrada llegaba a la región de la luz siguiéndole detrás (pues Proserpina había impuesto esta condición), cuando una locura repentina se apoderó del imprudente amante, perdonable en verdad, si los Manes supieran de perdón: se detuvo y a su Eurídice, en los umbrales mismos de la luz, olvidado ¡ay! y en su corazón vencido, se volvió a mirarla. Al punto se desvanecieron todos los esfuerzos y quedaron quebrantados los pactos con el cruel tirano y por tres veces se dejó oír un sordo ruido sobre el lago del Averno.

»Y ella: «¿Qué locura, dijo, a mí desgraciada, y a ti, Orfeo, al mismo tiempo nos ha perdido? ¿Qué locura tan grande? He aquí que por segunda vez los hados crueles me llaman atrás y el sueño cubre mis flotantes ojos. Adiós ya; soy llevada envuelta en las sombras de la inmensa noche, hacia ti, tendiendo, ¡ay! ya no tuya, mis impotentes manos».

»Dijo y rápidamente desapareció de su vista en dirección contraria, como el humo que impalpable en el aire se disipa, ni en adelante vio ya más a él, que en vano intentaba apresar las sombras y decirle muchas cosas; el portero del Orco [Caronte] no toleró más que él cruzase la laguna que se interpone. ¿Qué hacer?, ¿adónde se encaminaría después de haberle sido arrebatada dos veces su esposa?, ¿con qué llanto a los Manes, con qué súplicas a otros dioses movería? Ella en tanto navegaba ya fría sobre la barca estigia».

Libro IV, 510 — 530 (la muerte de Orfeo)

«Cuentan que siete meses enteros y seguidos lloró él al pie de una aérea roca, cabe las riberas del Estrimón desierto y que en el fondo de heladas grutas dio a sus cuitas rienda suelta, amansando a los tigres y arrastrando con su canto a las encinas; cual la afligida Filomela, que a la sombra de un álamo llora la pérdida de sus hijos que el insensible labrador al acecho arrebató del nido, implumes todavía; llora ella la noche entera y posada sobre una rama comienza de nuevo su lúgubre canción y llena los lugares vecinos con sus tristes quejas.

»No hubo amor ni himeneo alguno que doblegasen el ánimo de Orfeo. Solo, recorría los hielos hiperbóreos y el nevado Tanais y los campos jamás viudos de las escarchas Rífeas, llorando la pérdida de Eurídice y el beneficio inútil de Plutón [Hades]; desdeñadas las mujeres de los cícones por este honor, en medio de los sacrificios de los dioses y las orgías nocturnas en honor de Baco, dispersaron por la llanura extensa el cuerpo despedazado del joven. Y aun entonces mismo, cuando la cabeza arrancada del alabastrino cuello daba vueltas en medio de las ondas, arrastrada por el Hebro Eagrio, «Eurídice», decía la misma voz, y la lengua fría, «¡Ah, desgraciada Eurídice», exclamaba al marchársele la vida, y las riberas a lo largo de todo el río, «Eurídice», repetían.

»Así dijo Proteo y de un salto se arrojó al mar profundo y por donde se hundió, removió bajo su cabeza la espumosa agua».

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