el tarot: 14. El Tiempo
Análisis del triunfo del Tiempo (el Ermitaño) durante el Renacimiento
El triunfo del Ermitaño resulta desconcertante. Por lo general, se encuentra en la posición undécima, justo después de las vanidades humanas que conducen al Infierno (la fama, la riqueza y el amor), lo cual rompe por completo el discurso narrativo de la baraja. ¿Qué sentido tiene incluir un fraile antes de la secuencia del mal? ¿No sería más razonable dada la bondad de la carta que estuviera después de la Torre y el Diablo, antes o después de la secuencia de los astros que conduce al Juicio final?
Saturno, dios del tiempo
La respuesta a este problema es que, en realidad, este triunfo no representaba en su origen a ningún fraile o ermitaño, sino al tiempo. Esto se advierte con claridad en la iconografía de las barajas más antiguas. En el tarot de Pierpont Morgan se encuentra ya la imagen característica que asumió en los tarots italianos, un anciano con una barba blanca muy larga, que sostiene un reloj de arena en una mano y en la otra un bastón. En el tarot de los Medici, el anciano del triunfo del Tiempo no está cojo —quizás porque Piero, el padre de Lorenzo, apenas podía andar por una gota congénita y no se consideró de buen gusto incluir un elemento que podía relacionarlo con este triunfo siniestro—, pero levanta el reloj de arena, símbolo por excelencia de la alegoría. Curiosamente, esta misma representación es la que aparece en el tarot de Alessandro Sforza, una semejanza que aún no se ha podido explicar satisfactoriamente.
Erwin Panofsky ha analizado en detalle cómo ha evolucionado la representación del tiempo desde la Antigüedad al Renacimiento, cuando se fraguó la imagen que vemos en los tarots italianos. Según este investigador, en la Grecia clásica convivían dos imágenes alegóricas del tiempo. Una era el tiempo como «Kairos» y se parecía mucho al concepto de Ocasión que vimos antes, es decir, un momento fugaz y decisivo en la vida de los seres humanos. Otra era el tiempo como «Aion», un principio cósmico ligado a la creación del universo, que solía representarse acompañado de una serpiente mordiéndose la cola. Por otra parte, sin que guardara relación alguna con estos dioses, creían en un dios de la agricultura llamado Chronos, cuya leyenda era algo siniestra. Era el padre de la generación olímpica presidida por Zeus y su arma principal era una hoz afilada que había forjado su madre Gea. Como le habían vaticinado que algún día uno de sus descendientes le destronaría, en cuanto su esposa Rea daba luz a un hijo, se lo comía. Cansada de que su marido devorase su prole, Rea escondió al último de ellos, Zeus, en una cueva de la isla de Creta. Pasado un año, Zeus alcanzó la fuerza necesaria para vencer a Chronos, le obligó a regurgitar a sus hermanos y le expulsó del Olimpo.
En época romana, hacia el siglo I, por la similitud entre el nombre de Chronos y la expresión griega para designar el tiempo, Kronos, este antiguo dios de la agricultura fue convertido en el dios del tiempo en sustitución de otros dioses como Aion. Así, el dios del tiempo, Saturno como era llamado en Roma, pasó a ser un anciano siniestro armado con una hoz. Durante el Medioevo, esta antigua herramienta agrícola se convirtió en una guadaña con la que segaba las vidas a su paso, elemento este último que no aparece en los triunfos del tarot, quizás para evitar repetirse con la guadaña que empuña el triunfo de la Muerte.
Poco a poco vamos despejando incógnitas. Ya sabemos la razón por la que el tiempo se representa como un anciano, es una imagen heredada del Chronos griego, pero ¿por qué está cojo y necesita apoyarse en un bastón? Según Panofsky, el siguiente hito en la evolución iconográfica de esta alegoría se produjo una vez que algunas divinidades clásicas se identificaron con los astros de las esferas cósmicas, una identificación que se mantuvo durante la Edad Media gracias a unos pocos textos astronómicos que sobrevivieron a la caída del imperio romano de Occidente, como Las noches de Mercurio y Filología, de Marziano Capella. Esta asociación, además, se reforzó a partir del siglo XIII, cuando los intelectuales de la Escuela de Toledo de Alfonso X el Sabio recuperaron para Occidente gran parte del legado astronómico de la Antigüedad.
En este esquema donde se relacionan dioses clásicos con los astros, Diana, la diosa virgen de la caza, se identificó con la Luna y su hermano Apolo con el Sol. Mercurio, el dios del comercio y los caminos, el mensajero de los dioses, con el planeta homónimo, al igual que sucedió con Venus, Júpiter y Marte y sus respectivos planetas. Al dios del tiempo, al Saturno de los romanos, le correspondió el planeta que lleva su nombre, el más lejano de la Tierra que se conocía por entonces y el que más tardaba en completar su órbita solar, casi unos treinta años, el triple de lo que tardaba Júpiter. En el arte y la literatura del Renacimiento, esta lentitud se tradujo alegóricamente en una profunda cojera. De ahí que el Tiempo del tarot de Pierpont Morgan necesite un bastón para caminar.
La columna del tiempo
En Italia, la evolución iconográfica del triunfo del Tiempo tendió a remarcar la vejez del personaje y en muchas fuentes documentales pasó a conocerse como «il vechio», el viejo. De hecho, en la hoja de Rosenwald, realizada quizás a principio del siglo XVI, ya sólo se muestra un anciano sobre dos muletas, sin el reloj, cargado de espaldas y vestido con ropa humilde. Es por este tipo de representaciones que en algunos documentos el triunfo del Tiempo recibió el nombre de «il gobbo», el jorobado, como sucede en el sermón de Steele. En la hoja de Rothschild que quizás era coetánea, el anciano tiene dos alas en la espalda y al fondo se divisa una columna. Esta imagen se mantuvo en algunas barajas italianas, como el tarocchino al Leone de 1770.
Dado que en Francia el triunfo del Tiempo se convirtió en el triunfo del Ermitaño, se ha asociado esta columna con lo eremítico. El monacato cristiano nació a finales del siglo III y principios del IV en la Tebaida, una región desértica del Alto Egipto. Durante aquellos primeros tiempos, se produjeron ciertos comportamientos exagerados que resultan esperpénticos iluminados a la luz del sentido común. Una de aquellas exageraciones estuvo protagonizada por los estilitas, que vivían encima de una columna dedicados por completo a la vida contemplativa y la oración. El primer estilita y más conocido se llamaba Simón y nació en Sisan (Cilicia, Siria) hacia el año 388. En busca de una vida lo más rigurosa posible, Simón fue a vivir a una cueva en el desierto, donde una gran cantidad de peregrinos necesitados de consejos y milagros le impedían permanecer apartado del mundo. Pidió entonces que levantasen una pequeña plataforma encima de una columna de tres metros, que más tarde elevaron a 17, y allí pasó el resto de su existencia entregado a la penitencia y la oración hasta que murió en el año 459.
Por lo tanto, si en estas cartas estuviera representado un ermitaño, parece razonable sospechar que la columna haga referencia a los estilitas. Sin embargo, no existe ninguna prueba documental que atestigüe que el Tiempo se había convertido en el Ermitaño en la Italia del siglo XVI. El detalle de las alas confirma esta observación, ya que eran uno de los rasgos iconográficos de esta alegoría, tal y como explica Cesare Ripa: «Hombre viejo y alado, […] se encuentra en medio de unas ruinas y tiene la boca abierta enseñando los dientes, los cuales son del color del hierro. Se dibuja alado por el dicho Volat irreparabiles tempus». De hecho, aún hoy en día seguimos diciendo que «el tiempo vuela». Entonces, ¿qué significa esta columna?
Posiblemente esté simbolizando el poder destructivo del tiempo. Las numerosas ruinas arqueológicas en suelo italiano, los templos griegos y romanos con sus grandes columnas de piedra, se estudiaron al detalle durante el Renacimiento. Eran la prueba material de la grandeza del mundo clásico; pero, a la vez, también demostraban la inexorabilidad del tiempo. Nada escapaba a su paso. De ahí que en muchas representaciones pictóricas se incluyeran elementos arquitectónicos de la Antigüedad deteriorados, como unas columnas, para mostrar el triunfo del tiempo, su implacable poder destructor, tal y como había cantado Petrarca en Triunfos:
Pasan las pompas y vuestras grandezas,
pasan los señoríos y los reinos,
y todo con el tiempo se interrumpe;
no favorece al digno ni al indigno,
y no sólo carcome lo de fuera,
sino incluso el ingenio y la elocuencia.
Huyendo así, consigo arrastra al mundo,
y no se para nunca ni se vuelve,
hasta veros en polvo convertidos.
El tiempo destructor
Resulta comprensible que se incluyera una alegoría del tiempo en el tarot, dado que fue una de las grandes inquietudes del Renacimiento y más aún del Barroco. En Revolución en el tiempo, el historiador británico David S. Landes liga el nacimiento de esta inquietud con el resurgir de las ciudades a finales del Medioevo, sobre todo aquellas de mayor carácter industrial, como Florencia o Milán. Durante siglos, el tiempo había sido un elemento más del paisaje natural y su medición era patrimonio de los monjes, que con el tañer de las campanas marcaban un ritmo diluido en el quehacer agrícola. Sin embargo, el ritmo de la ciudad debía de ser mucho más preciso. Como explica Landes:
«A medida que se desarrollaba el comercio y se extendía la industria, la vida y el trabajo se hacían más complejos y necesitaban una gran cantidad de señales horarias. Al igual que en los monasterios eran las campanas las que daban esas señales, y en este aspecto el municipio urbano fue el heredero y el imitador de la comunidad religiosa. Las campanas tocaban para indicar el comienzo del trabajo, la pausa de las comidas, el final de la jornada, la apertura y el cierre de las puertas, la apertura y el cierre de los mercados, la asamblea, los casos de urgencia, las reuniones del consejo, el fin del servicio de bebidas, la hora de la limpieza de las calles, el toque de queda y así sucesivamente, hasta una extraordinaria variedad de llamadas especiales, propias de cada municipio de cada ciudad».
A medida que durante los siglos XIV y XV las ciudades se fueron volviendo más sofisticadas, se fue dando cada vez mayor importancia al tiempo. Fue entonces cuando se inventaron los primeros relojes mecánicos. Primero fueron los relojes de torre, grandes armatostes que daban la hora mediante mecanismos de sonería que se escuchaban por toda la ciudad; más tarde se consiguió reducir su tamaño y se desarrollaron los relojes portátiles, que permitieron medir el tiempo en las casas y los espacios de trabajo. En suma, se comenzó a tomar consciencia del propio tiempo. Este reconocimiento, además, se mezcló con la nueva importancia que adquirió el ser humano durante el Renacimiento: mi tiempo de vida, en tanto que individuo, es un bien valiosísimo y no lo puedo desperdiciar porque pasa en un instante. Así, junto al tiempo aparece su hermana: la fugacidad, la brevedad de la vida de la que se lamentarán los poetas del barroco, como Quevedo, que plasmó esta idea en uno de sus poemas más célebres:
¡Ah de la vida!... ¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La Fortuna mis tiempos ha mordido;
las Horas mi locura las esconde.
¡Que sin poder saber cómo ni adónde,
la salud y la edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde.
Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto;
soy un fue, y un será y un es cansado.
En el hoy y mañana y ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.
Volviendo al Renacimiento, la referencia literaria indiscutible para comprender el triunfo del Tiempo es Triunfos de Petrarca. Aquí aparece el tiempo destructor en todo su apogeo. Tras la el triunfo de la Muerte ha llegado el triunfo de la Fama, que por un momento parece capaz de otorgar la inmortalidad:
Después de que la Muerte hubo triunfado
en el rostro que en mí triunfar solía,
y fue arrancado el sol de nuestro mundo;
se marchó la que fue cruel y perversa,
soberbia, fea y pálida de aspecto,
que a la luz extinguió de la belleza;
cuando vi que llegaba de otro lado
aquella que a los hombres hace salir
del sepulcro de nuevo hacia la vida.
Pero todo es inútil pues por encima de la Fama se alzará más tarde el Tiempo, ante el cual no hay hazaña humana capaz de resistir. «Todo lo arrasa y vence el Tiempo avaro», se lamenta Petrarca. ¿De qué sirve, entonces, perseguir la fama o los bienes materiales si tarde o temprano el tiempo, siniestro e implacable, arrastra todo al olvido?
El hielo vi, y allí mismo la rosa,
casi a la vez un frío y calor grandes,
que sólo el escucharlo maravilla.
Y quien juzgue con una mente sana
pensará que es así. Mas ¿cómo entonces
no lo vi? Por lo cual me irrito ahora.
Antes seguí deseos y esperanzas;
ahora tengo un espejo ante mis ojos
donde me miro y veo mi fracaso;
y todo cuanto puedo me preparo
para el fin de mi vida que es tan corta,
pues apenas fui niño y ya soy viejo.
¿Qué, sino un día es esta vida nuestra,
doloroso, con nieblas, breve y frío,
Están aquí la gloria y la esperanza,
y nadie sabe el tiempo de su vida.
Antes que los demás siento la huida
de mi vida, y del sol en su carrera
la evidente ruina de este mundo.
Aquí se encuentra la clave para entender por qué el Tiempo se encuentra en la posición undécima en la jerarquía de los triunfos del tarot. Todo lo que hay por debajo de él —el imperio, el papado, la fama representada en el Carro, el amor y los bienes de la fortuna— está destinado a desaparecer, a perderse con el paso del tiempo. Esta idea, además, se vio reforzada por un matiz muy interesante: el tiempo no es solo una fuerza destructiva de carácter negativo, sino que también actúa como un agente de justicia cósmica: es la figura del tiempo revelador, muy similar al tiempo destructor pero sin el matiz negativo. El tiempo es un agente de la honestidad, un juez que tarde o temprano descubre el velo de los falsos bienes que otorga la fortuna, como ocurre, por ejemplo, en el Philodoxus de Leon Battista Alberti.
El tiempo revelador
El Philodoxus fue muy popular en Ferrara en el siglo XV. Fue escrita en latín por Alberti durante su juventud, en 1424. Por entonces, Alberti estaba saliendo de un período muy complicado de su vida. Tres años antes había muerto su padre y a las penurias económicas consiguientes se había sumado una enfermedad, fruto del estrés, que le provocaba pérdidas de memoria y dificultades visuales. Durante unos años, mantuvo la autoría en el anonimato y dijo que había encontrado el texto en un códice antiguo. El autor era un antiguo poeta romano llamado Lepidus, que en la introducción de la obra se definía como un loco, un sabio ignorante. Años más tarde, hacia 1438, Alberti confesó a Leonello d’Este que él había sido el verdadero autor cuando le envió el manuscrito. No parece que esto afectase el éxito de la obra, de la que se conocen una treintena de manuscritos y dos ediciones impresas.
Con un argumento muy sencillo, el Philodoxus es una reflexión sobre la fama y su relación con el tiempo y la fortuna. La acción se desarrolla en una calle lujosa de Roma en la que hay tres casas. Una, a la izquierda, está medio en ruinas y pertenece a un liberto, un esclavo liberado, llamado Ditonus, que representa la riqueza. Enfrente de su casa hay una estatua de Pluto, el dios griego de la abundancia. A la derecha se encuentra la casa de un barbero, que también ejerce de médico y veterinario. En el centro se encuentra la casa de una joven muy hermosa llamada Doxia, alegoría de la gloria, y su hermana Phemia, que simboliza la fama, un concepto similar al anterior pero de menor importancia.
Dos hombres se disputan el amor de Doxia. Uno es el ciudadano ateniense Philodoxus, hijo de Argos (la prudencia) y Minerva (el estudio y la laboriosidad). Está acompañado de su buen amigo Phroneus, alegoría de la sabiduría, que también es de Atenas. Otro es Fortunius, un hombre violento, rico y prepotente. Fortunius es hijo adoptivo de Tychia, la fortuna, y sus padres sanguíneos son Thraso, la vanidad, y Autadia, la insolente arrogancia. Está acompañado por un esclavo de Tychia llamado Dynastes, que representa el poder y la tiranía.
Para estar cerca de Doxia, Philodoxus y Phroneus tratan de granjearse la amistad de su vecino, el liberto Ditonus. Cuando están a punto de convencerle, aparecen Fortunius y Dynastes, muy amigo de Ditonus desde que trabajaba para Tychia. Philodoxus se esconde y Phroneus idea una estratagema para quitárselos de en medio. Se mancha de barro y, cojeando como si estuviera herido se acerca a Fortunius, y dice que se ha herido mientras veía una fabulosa procesión triunfal organizada por unos embajadores africanos. Entusiasmados, Fortunius y Dynastes marchan a verla, Ditonus conduce a Phroneus al barbero para que atienda sus heridas imaginarias, y Philodoxus aprovecha para encontrarse con Doxia. Los dos jóvenes hablan de su mutuo amor y se las prometen felices, pero Fortunius no está dispuesto a renunciar a su amada.
Fortunius envía a sus sicarios a raptar a Doxia y, por error, se llevan a su hermana Phemia. Aparecen entonces en escena nuevos personajes: Chronos, el tiempo, un hombre mayor, lento y cojo, que es el capitán de la guardia, su hija Alethia, la verdad, y Mnymia, alegoría del estudio y la memoria, que trabaja como tutora de Alethia. En ese momento, Phroenus y Mnymia descubren que se conocían de antes, ya que hacía tres años habían sido marido y mujer. Como ha señalado Teikemeier este encuentro simboliza la recuperación de Alberti, identificado con Phroenus, después de su larga enfermedad. Sigue un pequeño revuelo y, finalmente, Chronos, el tiempo, impone su autoridad sobre Tyche, la fortuna, y se llega a una solución de compromiso. Philodoxus, la virtud, el conocimiento, se casa con Doxia, la gloria; y Fortunio, el poder, la riqueza que otorga fortuna, se casa con Phemia, la fama.
El mensaje de la obra es evidente. Mediante las armas y la riqueza, mediante los favores de la fortuna, sólo se puede conseguir una fama efímera, intrascendente, destinada a desaparecer con el tiempo. La verdadera gloria, aquella que conduce a la inmortalidad, se obtiene mediante el ejercicio de la virtud y la búsqueda del conocimiento, es decir, mediante el amor a la sabiduría.
En síntesis, tras el triunfo del tiempo llega la verdadera vida, ya sea en el Infierno o en el Cielo, por debajo de él, todo es vanidad de vanidades. Y esto nos vuelve a llevar al enigma de partida, ¿cómo es posible que esta alegoría del tiempo se convirtiese en la alegoría del ermitaño?
El Ermitaño
En los tarots franceses apenas queda rastro de la alegoría del tiempo. En el tarot de Catelin Geoffrey, impreso en Lyon en 1557, el más antiguo que conocemos de segura manufactura francesa, se observan ya los principales rasgos iconográficos que adquirió este triunfo. El anciano cojo se ha transformado en un fraile apoyado en un venerable bastón y, en vez del reloj de arena, lleva un farol. Por su aspecto parece que se trata de un miembro de la orden de los capuchinos. Esta orden había nacido poco antes, en 1528, como una escisión de la orden franciscana, con la intención de recuperar el mensaje de Francisco de Asís. Hicieron de la pobreza y la humildad sus votos más importantes y se caracterizaban formalmente por llevar la barba larga, calzar sandalias y la capucha de su hábito, todos signos en su conjunto de sencillez y austeridad. Por su esfuerzo con los más desfavorecidos y la sinceridad de su fe alcanzaron pronto gran popularidad entre las clases populares y se calcula que para finales de siglo ya había más de tres mil capuchinos, sobre todo en Francia. Aunque no tardó en popularizarse el nombre de capuchinos por su llamativo atuendo, en un principio también se les conocía como «frailes menores de la vida eremítica», ya que el poder llevar una vida de “ermitaños” era uno de los principios que recogía la bula Religionis zelus con que Clemente VII había sancionado la constitución de la orden en 1528.
Por lo tanto, todo indica que a mediados del siglo XVI en Francia decidieron cambiar el triunfo del Tiempo por el triunfo del Fraile, que a su vez se convirtió en el Ermitaño una vez olvidada su ascendencia capuchina. Nos queda por analizar el farol que sustituyó al reloj. Este motivo está relacionado con el filósofo Diógenes el Cínico que vimos antes. La anécdota sobre Diógenes más célebre de la época contaba que gustaba recorrer las calles de Atenas, farol en mano, mientras preguntaba infructuosamente por un hombre honrado. Durante el siglo XVI cobró fuerza una imagen de Diógenes como la de un ermitaño sabio, una especie de fraile que no callaba la verdad cristiana ante los más poderosos, en suma, una imagen acorde con la percepción que se tenía de los rigurosos capuchinos. Dado que, por la descripción de Laercio, Diógenes se solía representar vestido con unos harapos y con un bastón, es fácil comprender cómo pudo terminar un farol en la mano de nuestro fraile ermitaño.
Los hijos de los planetas
Las causas precisas del cambio del tiempo por el ermitaño son difíciles de reconstruir. Es decir, ¿por qué los naiperos franceses decidieron sustituir la alegoría del tiempo precisamente por un fraile ermitaño? No es más que una conjetura, pero sospecho que el cambio fue resultado, o cuanto menos facilitado, por la relación de los ermitaños con los hijos de Saturno. Veamos qué significa esto.
En el siglo XVI, cuando se reemplaza la alegoría del Tiempo, los triunfos carecían de rótulos identificativos, por lo que se adaptaban con frecuencia a motivos más conocidos en cada localidad. Por lo tanto, podemos pensar que, en parte, el cambio se debió a la mera similitud iconográfica entre el Padre Tiempo y la apariencia de los monjes capuchinos, barbados y con ropas ajadas, pero quizás también intervino otro factor más complejo. La locución «hijos de los planetas» se empleaba durante la Edad Media y el Renacimiento para referirse al carácter que desarrollaban las personas según la conjunción astral, el signo del zodíaco o la posición de las esferas, bajo la que habían nacido. Los hijos de la Luna eran perezosos, amantes del dinero, de enojo fácil y pronto consuelo. Entre otras profesiones, tendían a ser malabaristas, estudiantes, molineros y navegantes, ya que estaban marcados por la tendencia al nomadismo. Los hijos de Mercurio eran dados a la codicia y el conocimiento. Eran buenos orfebres, escribas y pintores. A los hijos de Venus, la diosa del amor, les gustaban las fiestas, la música y el baile. Del Sol se esperaban hijos afortunados, de buen porte, amantes de la lucha, el deporte y la diversión. Marte, dios de la guerra, sólo podía auspiciar hijos belicosos, soldados profesionales, herreros, alguaciles y médicos, todos los que debían de hacer frente al fuego y la sangre. Los hijos de Júpiter, el rey de los dioses olímpicos, eran felices y virtuosos, justos y sabios, de modales elegantes y refinados. Amantes de la caza, solían ser hombres proclives al gobierno y los asuntos de la corte.
Los hijos de Saturno heredaban la mala fama de este planeta divinizado. Muchos terminaban en la pobreza o en la cárcel. No faltaban los cojos y siempre estaban necesitados. A este grupo se adscribían también los campesinos y los más pobres de todos los eclesiásticos, es decir, los ermitaños. Así, en las representaciones de los hijos de los planetas, por debajo de Saturno y sus dos signos zodiacales correspondientes, capricornio y acuario, junto con campesinos, delincuentes y tullidos, solían incluirse ermitaños o frailes de vida austera, como los capuchinos. Por esto sospecho que en un principio los maestros naiperos franceses prefirieron mostrar al Padre Tiempo con una imagen relacionada que les resultaba más familiar, como los monjes capuchinos, hijos de Saturno, y que, con el paso del tiempo la alegoría perdió su sentido original para convertirse en el Ermitaño que conocemos en la actualidad.
Bibliografía
Escribí esto hace tiempo y he perdido las referencias bibliográficas… Algunas que tengo a mano por una razón u otra:
Landes, David S. Revolución en el tiempo. Crítica. Barcelona, 2007.
Lippincott, Kristen et ál. El tiempo a través del tiempo. Grijalbo. Barcelona, 2000.
Vitali, Andrea. L’Eremita. Le tarot.
Panofsky, Erwin. Estudios sobre iconología. Alianza. Madrid, 2008.
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