El ajedrez simbólico
Metáforas, siginificados, alegorías y símbolos del ajedrez a lo largo de la historia de Occidente.
Elefantes, visires y carros
El antepasado del ajedrez es el chaturanga o juego de los cuatro reyes. Se inventó en India y su antigüedad tal vez se remonte, cuanto menos, al siglo VI a.C. Se jugaba en un tablero de ocho casillas por ocho y enfrentaba a cuatro ejércitos situados en cada lado, aunque se desconoce con certeza si eran movidos por dos o cuatro jugadores. Cada ejército constaba de ocho piezas: cuatro soldados, una torre, un caballo, un elefante y un rey. Se tiraban dados y los jugadores perdían cuando sólo les quedaba el rey.
En algún momento incierto, el juego llegó a Persia y, quizá por la tendencia dualista de su religión, los cuatro ejércitos se agruparon en dos, con las piezas duplicadas a cada flanco del rey. Este juego, denominado shatranj, ya se parecía bastante al ajedrez moderno. Simétricamente, a cada lado se situaban el elefante, el caballo y la torre. Delante de esta fila se situaban los ocho peones. Además, junto al rey (shah) se añadió la pieza del sabio o visir.
En el siglo VII, los árabes conquistaron Persia y el shatranj se difundió rápidamente por todo el dominio musulmán. Los árabes no variaron las reglas ni el nombre persa de las piezas, pero sí cambiaron su aspecto, estilizándolas hasta hacerlas casi irreconocibles en algunos casos, para cumplir la norma coránica que prohíbe la representación de seres vivos.
Desde el mundo musulmán, el juego fue llegando a los reinos cristianos durante los siglos X y XI. Al principio, más que por el propio juego, los cristianos estaban fascinados por las piezas. En las Iglesias, se conservaban junto a las demás reliquias y los nobles las consideraban tan importantes como para incluirlas en el testamento, sobre todo las que estaban realizadas en marfil de elefante, cristal de roca y otros materiales valiosos.
A pesar de algunas condenas iniciales, en cuanto se suprimieron los dados y dejó de ser un juego de azar, la Iglesia también se rindió al encanto del ajedrez y, a partir del siglo XII, el juego se fue extendiendo por todas las capas sociales a lo largo de Europa occidental, desde Escandinavia al Mediterráneo. Como han demostrado Govert Westerveld y Ricardo Calvo a partir del análisis del poema Scachs d’amor, que veremos más adelante, a finales del siglo XV ya había adquirido las características del ajedrez actual. Hasta entonces, el juego se había ido adaptando poco a poco a la cultura occidental.
Veamos primero qué sucedió con las piezas. Aunque el alfil conservó su nombre persa, al-fil, el elefante, un animal exótico y desconocido, se convirtió o bien en un obispo, caracterizado por el mitra, o bien en un bufón, como se aprecia por la borla del gorro. Al caballo se le añadió un jinete, no en vano es la edad de la caballería, y el visir, cargo extraño en las cortes europeas, se terminó transformando en una reina. La torre se mantuvo tal cual, pero perdió su nombre persa, rukh (roca), que aún se mantiene en un movimiento especial llamado enroque. Los peones tampoco experimentaron cambios sustanciales, sino universal de la clase trabajadora, y el sha se convirtió en el rey, aunque el nombre árabe se conservó en dos lances del ajedrez: el jaque y el jaque mate, de la locución aššāh māt, el rey ha muerto.
También se adaptó el color de las piezas a la cultura europea. En el juego árabe eran blancas y rojas, pero este color no resultaba muy significativo en el ámbito cristiano, salvo en Escandinavia, donde el rojo sangre seguía siendo muy sugerente. Así, en el Mediterráneo cristiano se fue sustituyendo por el negro, un color que se asociaba con la muerte y, cuando era mate, con la humildad, pues la gente llana vestía ropas grises y descoloridas frente a los vivos colores que lucía la nobleza.
Como podemos suponer, la procedencia del juego también pasó por un proceso de digestión cultural. A los cristianos les resultaba bastante incómodo que un juego tan divertido proviniera del mundo islámico, por lo que surgieron diversas leyendas que hacían más aceptable su origen. Como explica Michel Pastoureau, la más popular atribuía su invención a los griegos durante la guerra de Troya, que, para matar el aburrimiento durante el largo asedio, inventaron el juego del ajedrez, las tablas y los dados. Esta versión griega se volvió cada vez más sofisticada y terminó integrándose en el ciclo artúrico, donde el inventor del juego pasó a ser Palamedes, reciclado en el hijo de un rey de Babilonia coetáneo del rey Arturo.
En resumen, En apenas dos siglos, el shatranj musulmán se transformó en el ajedrez cristiano y se convirtió en uno de los juegos favoritos de las cortes europeas. En parte, esta popularidad se explica porque es un juego muy entretenido. A partir de unas reglas sencillas y fáciles de aprender, se desarrollan partidas muy complejas y divertidas para quien disfruta ejerciendo el intelecto, el «entendimiento», que diría Alfonso X. Pero también influyeron razones más sutiles, como la propia belleza de las piezas o las múltiples analogías que encontraron entre el ajedrez y la vida.
El ajedrez simbólico
En 1996, todo el planeta siguió con gran interés un torneo de ajedrez entre el gran campeón internacional Gary Kasparov y Deep Blue, un ordenador diseñado por IBM. Aquellas partidas simbolizaban el gran duelo del ser humano contra la máquina iniciado por el ludismo a principios de la revolución industrial. No ha sido la primera partida de trascendencia simbólica a lo largo de la historia; sin ir más lejos, unas tres décadas atrás, la guerra fría fue llevada al tablero en un épico encuentro entre el campeón estadounidense Boby Fisher y el abanderado soviético Boris Spaski. De hecho, el ajedrez es un juego que se presta con facilidad a la metáfora, a la analogía simbólica. Como decía Michel Pastoureau:
«En verdad, el juego del ajedrez no está realizado para jugar. Está hecho para soñar. Soñar el movimiento de las piezas y la estructura del tablero; soñar el orden del mundo y el destino de los seres humanos; soñar, como en el Medioevo, todo aquello que se esconde detrás de la realidad aparente de los seres y las cosas»1.
Aunque la reflexión de Pastoureau quizá resulte un poco exagerada, sí es cierto que, a finales de la Edad Media, el ajedrez se asocia con diversas alegorías. Una habitual, por ejemplo, fue comparar el fin de la partida con el rasero social que supone la muerte, tal y como explicaba en un soneto el poeta humanista Francesco Bracciolini (1380-1459):
«Su lo scacchier di questa nostra vita
Fortuna ordinatrice i pezzi pone
Re, Cavalli ed Alfier altri prepone;
Bassa di Fanti a piè turba infinita.
Segue il conflitto, ogni campion s’aita
Qual abbatte e qual muor nell’ampio agone,
Qual è vittorioso e qual prigione,
Ma la guerra in brev’ora ecco finita.
E gli scacchi riposti entro un vasello
Le lor condicion tosto cangiando
Restan confusi i vincitor coi vinti
Strana mutazion sossopra in quello
Vedi l’infimo addosso al venerando
E le Lene Fornaie a’ Carli Quinti»2.
Es la misma idea que recogió en 1610 Sebastián de Covarrubias Orozco en uno de sus Emblemas Morales:
«El rey, la dama, alfil, roque, caballo,
cada cual de estos tiene en el tablero
su casa, su poder, y en el mudallo
se guarda orden y concierto entero.
Al fin del juego por mi cuenta hallo
que en saco el peón entra primero
y al rematar, los bienes y los males
de aquesta vida, todos son iguales»3.
Es decir, al final de la vida, todos terminamos igual, en el mismo saco donde se guardan las piezas, como se termina de aclarar en el texto del emblema:
«En tanto que vivimos, cada uno tiene su puesto en la república, con cuya variedad se compone y se conserva. Pero llegado el día de la muerte la tierra nos recibe con tanta igualdad que no hay distinción del rico al pobre. Y así es como la bolsa de los trebejos en el ajedrez, que acabado el juego todos entran confusamente en el saco. Y esto nos significa el mote francés: roys, pyons dans le sac son eguaux».
La propia partida se convirtió en un símbolo de fuerzas enfrentadas —como el bien y el mal o la vida y la muerte—, como podemos apreciar en un fresco que el artista sueco Albertus Pictor pintó hacia 1480 en la pequeña iglesia de Täby, en Estocolmo, en el que se muestra a un hombre jugando al ajedrez contra la Muerte.
Valga también como ejemplo un texto de Girolamo Savonarola (1452-1498), un monje dominico muy crítico con la libertad de pensamiento y costumbres que se disfrutaba en Florencia.
«Oh hombre, el Diablo juega al ajedrez contigo, e intenta cogerte, y darte jaque mate en ese punto [cuando estás a punto de morir]. Si superas ese punto, has ganado todo, pero si lo pierdes, no habrás conseguido nada. Por lo tanto, no pierdas de vista ese jaque mate y piensa siempre en la muerte, que si no estás preparado en ese punto, habrás perdido todo lo que hayas hecho en esta vida»4.
Y si el ajedrez aparece en lo social y lo religioso, tampoco podía faltar en otra de las grandes preocupaciones del Medioevo, el amor. Una obra muy influyente al respecto fue el Livre des échecs amoureux, escrito hacia 1400 por Evrart de Conty, un profesor y traductor afincado en París, en la cual se describe el viaje alegórico de un joven llamado Actor por el jardín de Solaz (Déduit), donde, invitado por Amor, jugará una partida de ajedrez con una dama que terminará dándole jaque mate5.
Otro ejemplo muy interesante es el poema Scachs d’amor, escrito en Valencia hacia 1475, que además tiene gran importancia para la historia del ajedrez, pues es el texto más antiguo conservado donde la reina y el alfil tienen sus actuales movimientos, lo cual, según Govert Westerveld, se produjo por influencia de la poderosa reina Isabel la Católica6. En el poema se narra una partida simbólica entre un Marte seductor y una Venus esquiva, contando con Mercurio como árbitro. Las jugadas evocan el cortejo amoroso y las piezas, los lances del galanteo. Entre las huestes de Marte se encuentran las poderosas fuerzas de la seducción:
«Trobant se Març ab Venus en un temple,
ensemps tenint Marcuri [en] sa presencia,
ordi hun joch de scachs, ab nou exemple:
prenent Raho per Rey sens preheminencia;
la Voluntat per Reyna ’b gran potencia;
los Pensaments per sos Orfils contemple;
Cavalls, Lahors ab dolça eloqüencia;
Rochs son Desigs que ’nçenen la membria;
Peons, Serveys pugnant per la victoria».
Venus no está indefensa.
«Per exercir Venus la sua gloria,
volgue per Roch Vergonya cautelosa;
Cavalls, Desdenys en paga meritoria;
Orfils, Esguarts de vista delitosa;
per Dama pres Bellea graciosa;
y lo seu Rey, seguint d’amor ystoria,
fon la Honor ab vida perillosa;
per fels Peons prengue les Cortesias,
armats, guarnits de mil parençaryas».
Pero, después de varios lances, Marte conseguirá al final dar jaque a Honor, el rey de Venus, con su poderosa dama, la Voluntad.
«Lo princep Març que nostre cor inflama,
per triumfar de tan alta conquesta,
pres la Honor que sobre tota res clama,
offerint la al bon Valer molt presta;
lo qual, pujant en lo gran que li presta
la Bella Flor, ab amorosa flama
lo Fruyt d’Amor sacrifica ’b gran festa.
En lluna sta lo punt d’aquest eclipsi,
e qui l’enten, enten l’Apocalipsi».
Peones y cortesanos
En parte, las metáforas que acabamos de ver se derivan de un libro que gozó de gran popularidad en su tiempo. En su versión abreviada se titula El juego del ajedrez («De ludo scachorum») y fue escrito por un monje dominico llamado Jacobo de Cessolis a principios del siglo XIV en Génova7. Es un libro muy interesante que, entre otras pistas, resulta muy útil para comprender el esquema de valores que se esperaba de cada estamento social.
«Lo primero que hay que observar en el juego del ajedrez es que se ponen dos filas de peones alineados unos contra otros, a manera de batalla, pues se oponen y contradicen.
»Uno de esos haces representa un conjunto de males o tentaciones, donde quien lleva el juego es el Diablo. Bajo las falsas apariencias de las cosas mundanas, éste intenta elevar a los suyos a la altura de la soberbia y de los otros vicios, para precipitarlos después al suplicio sin fin.
»El segundo haz representa el ejército de los buenos, que pelea con la bondad, la verdad y la misericordia bajo el mando de Cristo, que se esfuerza en elevar a los suyos hasta el bien de la gloria celestial».
Así, ya sea bajo las órdenes de Cristo o del Diablo, en cada lado del tablero se disponen las piezas, cada una de las cuales representa un oficio. Cessolis las va analizando una a una mientras expone, con abundantes referencias clásicas, cuáles son los vicios y virtudes de cada oficio. Además, al hilo de las ilustraciones que acompañan al texto, describe los distintos elementos simbólicos por los que se reconoce cada profesión, lo cual le confiere un gran valor iconográfico a la obra.
El rey se representa sentado en una silla, vestido de púrpura y con una corona de oro. En la mano derecha lleva un cetro que simboliza el poder, la piedad y la clemencia; en la izquierda, una bola o pella, señal de su dominio en el mundo. Seis son las virtudes que ensalzan a los reyes: la bondad con sus súbditos, el vestir con nobleza, la generosidad, la prudencia, la caridad y alegría y, por último, el ser fructuoso y aumentar su reino.
También sentada, a la izquierda del rey se sitúa la reina, que lleva una corona de oro y un manto de diversos colores. Acorde con el espíritu misógino de la época,
«la reina debe ser casta, de buenas costumbres, nacida de padres honestos, que ponga cuidado en la educación de sus hijos, que su sabiduría se transparente no sólo en sus actos, sino en sus palabras y sobre todo que, en contra de lo que es costumbre en las mujeres por naturaleza, sepa guardar las cosas en el secreto de su corazón y se resista a hacerlas públicas».
A continuación vienen las figuras que forman parte del Consejo del rey. Los primeros son los dos alfiles, que representan a los jueces y asesores, como muestra el libro abierto que tienen ante sus ojos. «El primer juez se ocupa de las condenas y penas afligidas a quienes causan daño y el segundo de discernir las causas en los pleitos sobre posesiones y bienes». Los jueces deben ser incorruptibles y, lo que resulta más llamativo, ecuánimes.
Vienen luego los dos caballos, sobre los que montan sendos caballeros coronados con el laurel de la victoria. Siguiendo la premisa de que en la sociedad cada uno debe cumplir su función, Cessolis destaca la protección del pueblo entre las virtudes que deben cumplir los caballeros: «Han de gozar los caballeros de todas esas virtudes: sabiduría, fidelidad, liberalidad, fortaleza y clemencia. Protejan al pueblo y tengan celo por las leyes». Por último, en los extremos de esta hilera se encuentran las torres o, como las llama Cessolis, los roques, los gobernadores.
Delante del Consejo se sitúan los peones, los oficios populares. Cessolis los describe de derecha a izquierda empezando por el que está delante de la torre del rey, el labrador. Tras aclarar que pertenece a la especie humana, Cessolis explica que el labrador debe ser trabajador y muy fiel a su señor, sobre todo a la hora de pagar los impuestos. Se representa con una azada para cavar la tierra en la mano derecha, una vara para guiar al ganado en la izquierda y, en el cinto, una hoz para podar viñas y árboles. «Estas tres herramientas representan a las tres labores a las que se reduce toda la agricultura».
El segundo peón por este orden de derecha a izquierda personifica al carpintero y al menestral, es decir, el que trabaja un oficio con las manos, como los herreros y los canteros. Se les reconoce porque llevan un martillo en la mano derecha, un cepillo en la izquierda y una paleta en el cinturón. Su posición en el tablero no podría resultar más lógica para Cessolis:
«Con razón están situados y tienen su asiento a la derecha del rey delante del caballo, porque los caballeros tienen necesidad de frenos y espuelas, bolas de hierro y demás municiones de castillos y fortalezas, para quienes las quieren tomar o defender».
Cubriendo al rey está el cuarto peón, imagen de los mercaderes de paños y los banqueros (prestamistas y cambistas). Los primeros están simbolizados por una vara de medir y los segundos por una balanza y, en la cintura, una bolsa de dinero. El quinto peón encarna a médicos y boticarios. Deben ser estudiosos, sabios y diligentes, así como evitar discutir entre ellos delante del paciente.
Taberneros y mesoneros están representados en el sexto peón, que con la mano derecha hace una señal de invitación y con la izquierda sostiene un pan y un jarro de vino. En este oficio lo más importante es ser cortés, honrado y practicar la templanza para no incurrir en la gula.
El séptimo peón representa a los guardas de las ciudades, entre cuyas funciones destacan mantener el orden y recaudar los impuestos. Deben ser solícitos y proteger el bien común. En la mano derecha llevan unas llaves y en la izquierda una vara de medir.
El octavo y último peón son los jugadores, los ribaldos y los ganapanes o mensajeros. Están representados por una figura con los cabellos crespos cubiertos por una caperuza. En la mano derecha llevan unas monedas, en la izquierda, tres dados, y del cinturón una burjaca llena de cartas. Estas burjacas eran bolsas grandes características de los mendigos y los vagabundos, pero se ve que también las utilizaban los carteros.
Curiosamente, Cessolis no asocia ninguna pieza con el clero y eso que los alfiles solían identificarse con los obispos. Quizá la razón fue que, por entonces, la Iglesia mantenía una dura disputa con los señores feudales y la realeza por ver quién debía gobernar y, en el ajedrez, todas las piezas están supeditadas a proteger al rey, la única imprescindible. Admitir que los alfiles simbolizaban el clero suponía admitir que la Iglesia estaba por debajo del rey. Esto explicaría también el tono social de algunos comentarios en contra de los abusos de poder por parte de la nobleza y las clases adineradas.
En suma, en el Medioevo no veían reglas y piezas como figuras de un pasado lejano, ajenas a la realidad cotidiana. Todo lo contrario, en el tablero se reflejaba su entorno social, su lucha cotidiana por la vida. Dicho de otra forma, el hombre medieval encontraba en el ajedrez un microcosmos de su sociedad, en la cual podía intervenir, como Dios, disponiendo el destino de los humanos.
Notas
1. Pastoureau, Michel. Medioevo simbolico. Editori Laterza. Bari, 2007. Pág. 268.
2. Francesco Bracciolini. Sonetti dedicati a Lena Fornaia. En VV.AA. Poesie di eccellenti autori toscani per far ridere le brigate. 1823.
3. Covarrubias Orozco, Sebastián de. Emblemas Morales. 23. Roys, pyons dans le sac son eguaux. 1610.
4. Savonarola, Girolamo. Predicha dell’arte del ben morire. En Prediche del reverendo padre fra Gieronimo da Ferrara per tutto l’anno nuovamente con soma diligentia ricorretto. s.n., 1540. Biblioteca Estatal de Baviera. Pág. 379.
5. En la web de la Biblioteca Nacional Francesa se pueden ver algunas láminas de Les Échecs amoureux.
6. Véase:
Castellví, Francí de; Vinyols, Narcís; Fenollar, Bernat. Scachs d’amor. Edición comentada de Ricardo Calvo. Jaque XXI. Madrid, 1999.
Westerveld, Govert. La reina Isabel la Católica: su reflejo en la dama poderosa de Valencia, cuna del ajedrez moderno y origen del juego de damas. Generalitat Valenciana, Valencia, 2004.
7. Cessolis, Jacobo de. El juego del ajedrez o Dechado de Fortuna. (Edición de Marie-José Lemarchand Siruela. Madrid, 2006).
Para saber más:
Cazaux, Jean-Louis. Petite histoire des échecs. Pole. París, 2009.
[Muy recomendable también su web personal, en la que incluye estudios diversos al respecto y varias fuentes documentales: http://history.chess.free.fr]
Murray, Harold James Ruthren. A history of chess. Oxford University Press, Oxford, 2002. [Es la obra más completa sobre la historia del ajedrez, aunque fue escrita hacia 1913 y algunas hipótesis se han corregido en posteriores estudios. Sin embargo, todo estudio sobre la evolución histórica del juego parte de esta voluminosa obra].
Pastoureau, Michel. Medioevo simbolico. Editori Laterza. Bari, 2007.
Paradinas, Pedro José Lavado. Imágenes del Juego de Ajedrez. En Cuadernos de arte e iconografía, 4, nº 7. 1991.
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