El problema de la Longitud
Uno de los mayores retos tecnológicos del siglo XVIII fue un reloj

En la última lámina de La carrera de un libertino de William Hogarth (1736) aparece el protagonista en un manicomio enloquecido por la vida que había llevado. Entre los locos hay dos personajes observando y realizando mediciones. Su locura parece que hace referencia a uno de los grandes retos que tuvo que superar la navegación durante la edad moderna: el cálculo de la longitud.

Un problema real
Al poco de subir al trono de España en 1598, el rey Felipe III ofreció una pensión perpetua de 6.000 ducados, más una renta vitalicia de 2.000 ducados y la entrega inmediata de otros 1.000 a quien fuera capaz de resolver el problema de la medición de la longitud. Era un premio desorbitado, pero el que prometió la monarquía inglesa un siglo después, en 1714, fue aún mayor: 20.000 libras esterlinas, una cifra millonaria para la época. Quizá nos extrañe hoy en día que aquellos monarcas estuvieran tan interesados en solucionar un problema científico, pero estaba en juego el dominio del mar en plena expansión colonial por el Nuevo Mundo.
Desde la Antigüedad, los marineros europeos habían aprendido a calcular la latitud analizando la duración del día o la posición aparente del Sol y de otros astros, pero, a principios del siglo XVII, aún no habían descubierto la manera de saber con certeza la longitud en la que se encontraba un barco en alta mar. A pesar de esto, durante siglos habían podido navegar sin demasiadas complicaciones, dado que, en esencia, practicaban una navegación de cabotaje que les permitía seguir la línea de costa en todo momento, incluso en las expediciones por la costa occidental africana. Sin embargo, con el descubrimiento del Nuevo Mundo a finales del siglo XV, los marinos tuvieron que lanzarse a las inmensidades del océano, donde podían pasar semanas antes de volver a ver tierra firme.
Sin más guía para orientarse que las estrellas, los desastres se sucedían uno tras otro. En el mejor de los casos, el viaje duraba más de lo previsto, lo que provocaba estragos entre la tripulación al prolongarse la dura vida de a bordo, marcada por la mala alimentación y las enfermedades derivadas de la misma, como el escorbuto. En el peor, la nave terminaba chocando contra unos escollos insospechados y naufragaba. Por si fuera poco, los barcos tendían a concentrarse en las rutas más seguras, lo que favorecía los ataques de los piratas o, en tiempos de guerra, de los navíos de las naciones beligerantes.
Por lo tanto, encontrar la manera de saber con precisión la longitud durante un viaje marítimo se convirtió en la mayor preocupación científica de la época, una cuestión de Estado de vital trascendencia, ya que, aparte de las repercusiones comerciales, estaba en juego la propia carrera colonial por anexionarse y controlar los nuevos territorios de ultramar.
A cañonazos
Desde el siglo XVI se fueron sucediendo todo tipo de propuestas para resolver el problema de la longitud, muchas de las cuales eran disparatadas o imposibles de implementar, como un proyecto de dos matemáticos, William Whiston y Humprey Ditton, que preveía ir anclando navíos a lo largo de todo el océano para que transmitiesen a cañonazos las señales horarias de Londres. Excentricidades aparte, las investigaciones siguieron dos caminos divergentes. Uno discurrió por las sendas de la astronomía y el otro, de la relojería.
La solución astronómica se basaba en observar la posición de la Luna y de otros astros, como los cuatro satélites jovianos descubiertos por Galileo, a lo largo del año. Fue una investigación ardua que requirió muchas décadas de trabajo de diversos científicos. Cuando por fin estaba concluida, es decir, cuando habían recopilado la información astronómica suficiente para que el cielo nocturno sirviera de referencia espacial, ya casi se podía recurrir al sistema de los relojes, mucho más cómodo para un marinero.
El método de los relojes se basaba en un principio sencillo. Como la Tierra tarda 24 horas en completar un giro de 360 grados, una hora equivale a 15 grados de longitud hacia el este o el oeste. Por lo tanto, llevando dos relojes a bordo, uno que marca la hora del punto de partida y otro que se va ajustando al mediodía local en el mar, se pueden cotejar sabiendo que cada hora de diferencia equivale a 15 grados de recorrido del navío. Por ejemplo, un barco sale de Londres con dos relojes, A y B, sincronizados a la misma hora. El reloj A nunca se cambia de hora, pero todos los días se ajusta el reloj B cuando el Sol alcanza su punto más alto. Cuando se hayan recorrido 15 grados hacia el oeste, el reloj B indicará una hora menos que el reloj A.
En teoría, esta solución podía funcionar, pero resultaba muy complicada en la práctica, pues se necesitaba un reloj que no se desajustase lo más mínimo durante toda la travesía, lo cual resultaba empresa quimérica para la tecnología de la época. Si antes del reloj de péndulo de Huygens, un reloj se atrasaba o adelantaba unos 15 minutos diarios en tierra firme, en alta mar —donde la humedad y los cambios de temperatura afectaban a todos los mecanismos internos— el desarreglo era tremendo. Con los relojes de péndulo, más fiables que los portátiles en tierra, el desastre era aún mayor pues, entre otras calamidades, el fuerte vaivén que experimentaba el barco durante la travesía alteraba también el ritmo regular del péndulo.
Varios relojeros se enfrentaron a este desafío sin precedentes, diseñar un reloj tan preciso, como resistente, pero ningún modelo consiguió superar la prueba que había establecido en 1714 la comisión designada por la monarquía inglesa para otorgar el premio de la longitud. El método propuesto debía determinar la longitud con un margen de error inferior a medio grado de un círculo máximo.
Hasta 1735, el reloj que más se aproximó a lo exigido fue el cronómetro de Jeremy Thacker, quien probablemente fue el primero en emplear este término para referirse al reloj marino. El cronómetro que realizó Thacker en 1715 incluía dos grandes avances. El primero era una cubierta de cristal que actuaba como una cámara de vacío ofreciendo cierta protección a los mecanismos internos del reloj, sobre todo frente a la humedad y los cambios de presión atmosférica. El segundo consistía en unas varillas en espiral ligadas entre sí que permitían que el reloj siguiera funcionando mientras le daban cuerda.
El cronómetro de Thacker suponía una gran mejora respecto a sus predecesores, pero no pudo soportar los fuertes cambios de temperatura que se producían durante una larga travesía. Este problema y el derivado de la fricción de los engranajes internos eran dos escollos que parecían insalvables.
Un relojero autodidacto
Quien finalmente realizó un reloj capaz de resistir los embates del mar no provenía del mundo de la relojería, pero a fuerza de tesón e inteligencia consiguió lo que parecía imposible. John Harrison nació en 1693 y vivió la mayor parte de su infancia y juventud en la pequeña localidad inglesa de Barrow, en Lincolnshire. De origen humilde, siguiendo la estela de la profesión paterna, empezó a trabajar desde muy joven como carpintero. Por lo poco que sabemos de su biografía, parece ser que le gustaba mucho la música y tocaba la viola, además de dirigir el coro de la iglesia parroquial.
De forma totalmente autodidacta, construyó un reloj de péndulo extraordinario cuando aún no había cumplido veinte años. Estaba realizado casi en su totalidad en madera, salvo unas pequeñas piezas de metal con las que unió los distintos engranajes, lo que contribuía a evitar el desgaste que provocan los rozamientos. Se desconoce cómo aprendió Harrison el arte de la relojería, pero aquel reloj no fue un caso excepcional. En 1715 y 1717 volvió a realizar otros dos relojes, similares al primero y también de madera. Uno de ellos incluía una tabla con las conversiones de la ecuación del tiempo, probablemente, calculadas por él mismo.
Reconvertido en relojero, Harrison fue adquiriendo un creciente prestigio fruto de la originalidad y precisión de sus relojes, como un reloj de torre que terminó en 1722 para una casa solariega Brocklesby Park, el cual incorporaba una rejilla bimetálica de latón y acero para compensar los cambios térmicos en la barra del péndulo. Fue precisamente por entonces cuando Harrison se propuso realizar un reloj marino con el que ganar el premio de la longitud. Primero con su hermano pequeño James y más tarde con su hijo William, consagró su existencia a este proyecto.

Harrison concluyó su primer reloj marino en 1735. Hoy en día aún se conserva la estructura interna, que asemeja un gran barco simétrico hecho de sofisticados engranajes de bronce. Era un diseño mejorado de sus antiguos relojes de madera. Pesaba unos 34 kilos, medía unos 122 cm de ancho y largo e indicaba la hora, los minutos, los segundos y los días del mes en sendas esferas. Entre otros ingeniosos mecanismos, el H1 incorporaba un dispositivo de escape, que había denominado «saltamontes» por su parecido con las patas posteriores de estos insectos, que permitía regular el ritmo del reloj sin experimentar casi rozamiento alguno, a lo que también contribuía que las ruedas estuvieran talladas en roble (menos la rueda de escape, que es de latón). Además, para compensar el balanceo del barco, disponía de diversos muelles y contrapesos. Aunque era una máquina muy precisa, Harrison estaba convencido de que podía mejorarla y la comisión de la longitud, en la que por entonces se encontraba su mecenas, el maestro relojero Georges Graham, le concedió tiempo y dinero para que perfeccionara el prototipo.
En 1739, según estaba presentando a la comisión el segundo modelo, el H2, Harrison ya estaba pensando en el tercero, por lo que no llegó a probarse en el mar, a pesar de que parecía capaz de sobrevivir hasta en la peor de las tormentas.
Por razones que aún se desconocen a ciencia cierta, Harrison empleó 17 años en construir el tercer prototipo, el H3, a pesar de trabajar en el modelo sin descanso hasta su presentación en 1757. Preocupado por el peso y las grandes dimensiones de los relojes anteriores, Harrison había conseguido reducir su tamaño a unos 60 cm de altura y 30 de anchura. Constaba de 753 piezas y, entre otras innovaciones técnicas, incorporaba un rodamiento de bolas que reducía la fricción y diversas adaptaciones de la tira bimetálica de latón y acero para compensar los cambios de temperatura.

El H4
Harrison aplicó todo lo que había aprendido en los modelos precedentes en la creación del H4, aunque era muy distinto pues medía tan sólo unos 17 centímetros. Poseía una autonomía de unas 30 horas y en vez del escape saltamontes llevaba un escape de vara, pero que apenas tenía retroceso. En los puntos de fricción, para minimizarla, había colocado diamantes (lo normal eran rubíes) y en la espiral reguladora había dispuesto su raqueta bimetálica para amortiguar los efectos de los cambios de temperatura. Externamente destaca por la elegancia de su sencillez, como si el más complejo de sus relojes no necesitara más adorno que el girar preciso de las agujas.

Por su calidad y elegancia, este prototipo se conoce directamente como El Reloj. Fue probado en 1762, en una travesía marítima desde Londres a Port Royal, en Jamaica, que duró 81 días y apenas se retrasó cinco segundos. Era un modelo caro y su construcción resultaba muy laboriosa, como demostró el hábil relojero Larcum Kendall en 1770 con su réplica, el K1, en la que invirtió dos años y medio de trabajo, pero los adelantos tecnológicos del H4 abrieron definitivamente las puertas de la relojería de precisión.
Sin embargo, a pesar de haber resuelto el problema de la longitud con el reloj más preciso y resistente realizado hasta entonces, los últimos años de la vida de Harrison fueron muy amargos. La comisión que debía determinar la validez de las propuestas para entregar el premio estaba en manos del reverendo Nevil Maskelyne, un hombre ambicioso que hizo cuanto pudo para obstaculizar el trabajo y la merecida recompensa de Harrison. Maskelyne había publicado unos almanaques astronómicos —fruto del trabajo de sus predecesores y otros científicos— con los que esperaba llevarse el premio.
Deux ex machina, por fortuna la historia tiene un final feliz. Tras diversas penalidades, William, el hijo de Harrison, consiguió exponer en el caso ante el rey Jorge III, quien en 1773 tomó personalmente las medidas necesarias para que se reconociera el trabajo de este titán de la relojería. Harrison murió poco después, en 1776, a los 83 años de edad. Casi todas sus propuestas se vieron superadas tiempo después por desarrollos técnicos más sencillos y precisos, pero había demostrado que se podía superar el mayor reto al que se había enfrentado la relojería.

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