Simón el Estilita
Simón del Desierto, uno de los santos más malolientes de todo el cristianismo.
(Publicado en El mar de Iasconius, 2009-05-01).
El monacato cristiano nació a finales del siglo III y principios del IV en la Tebaida, una región desértica del Alto Egipto. Por entonces, la ciudad de Alejandría era uno de los grandes focos del cristianismo. Tras el Edicto de Milán promulgado en el año 313 por el emperador Constantino, con el que el cristianismo dejaba de estar perseguido, algunos cristianos empezaron a sentir cierta añoranza de los tiempos de sacrificio y martirio. A fin de cuentas, morir por Dios suponía tener asegurado el Paraíso.
Así, humildes y privilegiados, comenzaron a renunciar a todo bienestar material como ejercicio de profunda devoción. Los más devotos marcharon hasta el desierto egipcio con intención de consagrar su vida a Dios. Es probable que entre sus inquietudes se encontrara la idea milenarista de los verdaderos creyentes, un selecto grupo de elegidos a los que les aguardaba la gloria eterna por velar por la llegada del mesías en el desierto (otro día vemos qué es esto del milenarismo).
Entre aquellas personas que decidieron retirarse al desierto había algunos, los primeros eremitas, que prefirieron vivir en soledad, dedicados a Dios. Otros decidieron organizarse en pequeñas comunidades, las llamadas lauras. Cada uno vivía en su propia choza individual, pero se reunían para celebrar los actos litúrgicos en común. Aquí está la semilla de los futuros monasterios.
En aquel movimiento, como en todos, se produjeron comportamientos exagerados que resultan esperpénticos iluminados a la luz del sentido común. Una de estas hazañas esdrújulas estuvo protagonizada por los estilitas, que vivían encima de una columna dedicados por completo a la vida contemplativa y la oración.
El primer estilita y más conocido se llamaba Simón y nació en Sisan, Cilicia, Siria, hacia el año 388. A Simón se le atribuye la invención del cilicio, una cuerda espinosa con la que infringirse dolor uno mismo para evitar la tentación y mortificar el cuerpo. Se non è vero, è ben trovato. Huérfano de padre, pastor, hacia los 16 años Simón intentó vivir en un monasterio, pero, espantados por su fanatismo, sus hermanos le pidieron que se marchase en aras de la convivencia.
Simón marchó a una choza en Tell-Neschin, Egipto, donde pasó tres años practicando largos ayunos y una peculiar manera de penitencia consistente en permanecer de pie hasta desfallecer. En busca de una vida aún más rigurosa, se fue a vivir a una cueva en el desierto, donde una gran cantidad de peregrinos necesitados de consejos y milagros le impedían permanecer apartado del mundo. Pidió entonces que levantasen una pequeña plataforma encima de una columna de tres metros, que más tarde elevaron a 17, y allí pasó el resto de su existencia.
Simón murió en el año 459. Durante los 36 años que vivió sobre la columna recibió algunas visitas, escribió textos y cartas, y se entregó por completo a la penitencia y la oración. Ni siquiera cuando estuvo gravemente enfermo dejó que le atendieran y prefirió encomendarse a los designios del Señor.
Inciso olfativo. Teniendo en cuenta lo poco que llueve en el desierto, no puedo ni imaginar el hedor que despedía el santo anacoreta. De todos modos no parece que la falta de higiene estuviera reñida con la santidad, todo lo contrario, en los textos cristianos de la época se enorgullecen de varias proezas mugrientas. Así, por ejemplo, de Hilarión de Gaza se decía que:
«se cortó el cabello una vez al año, el día de Pascua. Durmió hasta su muerte en la desnuda tierra, sobre un manojo de juncos, sin jamás lavar su rudo vestido, del que se cubrió una vez para siempre. Asegurando que era inútil buscar limpieza en un cilicio. No se cambió de camisa, sino cuando la primera estaba completamente rota». (1).
Sin duda, parca hazaña comparada con Melania, tan llena de porquería putrefacta que a su paso se iban cayendo gusanos:
La virgen, que estaba a su servicio, contaba que «en tiempos de la Santa Pascua, cuando la bienaventurada dejaba el cuchitril tan estrecho, y sacudíamos el saco que vestía, caía una gran cantidad de gusanos». (2)
Otro ejemplo mencionado por Blázquez:
Uno de los aspectos del ascetismo era el absoluto descuido de la higiene corporal. En este aspecto Melania la Joven, fue igual que su abuela, en cuya boca pone Palladio (HL 55.2) las siguientes palabras: «Créeme, en 60 años de edad, y salvo los dedos de las manos, ni mi pie, ni mi rostro, ni ningún miembro del cuerpo, ha tocado el agua. Aunque tuve diferentes enfermedades, y me lo indicaban los médicos, no he consentido nunca en conceder a mi cuerpo lo que es habitual. Nunca he descansado sobre un lecho, ni he viajado nunca en litera». (3).
En 1965, Buñuel dirigió un mediometraje muy divertido sobre este eremita: Simón del desierto. Buñuel empieza la película con Simón despreciando a su madre, ya que nada ni nadie puede apartarle, ni siquiera por un instante, de su amor exclusivo por Dios. Y aquí está, creo, una de las claves que me llevan a pensar que algunos religiosos son más interesantes que otros. Cuando la fe les lleva a ser buenos, a querer al resto de las personas por el mero hecho de ser personas, la religión me parece mucho más saludable que cuando constituye un mero modo de salvación personal. Dicho de otra manera, Simón, al que lo único que le interesa es alcanzar el Cielo, me parece tan egoísta como el que nada en la abundancia sin preocuparse de las penurias ajenas. Por coherencia con las enseñanzas de Cristo, Simón debería haber terminado en el Infierno.
Notas
1. Hier. VH. 4.2. En José María Blázquez Martínez. El monacato de los siglos IV, V y VI como contracultura civil y religiosa. (Otro día lo cito en condiciones, que ando cansado xD)
2. Ibídem.
3. Ibídem
PS. Hace algunos años, una amiga en Rabat, Marruecos, me explicaba que una de las grandes diferencias entre ella y los fundamentalistas era la higiene. ¿Cómo podía hablarla de la pureza y Dios alguien con uñas largas y negras que apestaba?, me decía enfadada. Algún día, a ver si tengo tiempo, escribo algo sobre la relación entre la porquería y el fanatismo.
ADENDA: comentarios
Daniel Tubau (2009-06-12):
Existe una interesante relación, en efecto, entre la suciedad y el fanatismo. No hay que olvidar la manera en la que los primeros Padres de la Iglesia despreciaban el cuerpo, entre ellos Agustín de Hipona, que lo consideraba una letrina inmunda. Pero incluso él sentía desprecio por los que llegaban a un grado de suciedad extremo, como los momjes giróvagos (anteriores a los derviches giróvagos):
”Los religiosos giróvagos, con túnicas desflecadas y abrigos agujereados y que venden reliquias de mártires, son una calamidad pública. Tamizan toda la región y mendigan sin vergüenza (…) Son fáciles de reconocer con su barba fluvial, hervidero de piojos. “Temen, dice San Agustín, que una santidad raspada, tenga menos efecto que una santidad cabelluda. Cultivan la suciedad en vez de la santidad.” (…) El obispo les adjura: “Háganse cortar el pelo, por el amor de Dios”. Este lamento tiene eco en los ayes de Jerónimo, más virulento todavía en la misma época, cuando describe a aquellos monjes de pelo abundante, desde la cabeza hasta los pies, con sus melenas, sus barbas de chivo, sus cadenas y sus hábitos desflecados.” (en http://caracteres.wordpress.com/2007/12/10/los-monjes-girovagos-del-cristianismo/)
En el siglo XX, Robert Musil también se refería a esa suciedad y descuido propio de las personas obsesionadas:
“Cualquier observador capaz de prestar un poco de atención a sus semejantes y que esté dotado de un sentido del olfato comparable a ese interés, habrá podido notar más de una vez que, entre aquellos que son aficionados a los asuntos intelectuales, se da una falta de afición inversa a ocuparse de su otro yo, de ese cuerpo físico que sostiene su espíritu. Parecería como si el esfuerzo empleado en alimentar su espíritu, o tal vez el ardor con el que se entregan a las musas, les hiciera sudar de manera desmesurada e incontrolable. O tal vez sucede que pertenecen a una extraña secta cuyo lema es Mens sana in corpore putrido.”
(en Escritos póstumos publicados en vida, 57)
(tomado de http://www.danieltubau.com/espejo/espejo.asp)
Perdón por la extensión del comentario. Es un tema muy interesante.
MM (2009-06-12):
Sí, y esto es realmente curioso, sobre todo si pensamos en la relación entre la limpieza corporal y la espiritual. En muchísimas religiones, lavarse es una manera de “purificar” el alma (valgan como ejemplo las ablaciones de los islámicos antes de entrar en la mezquita o las “saunas” de los chamanes indios).
Sin embargo, parece ser que esta querencia por la roña fue predominante en el monacato occidental, por lo menos, hasta finales de la Edad Media. En un libro que estoy disfrutando un montón, La vida cotidiana de los monjes de la Edad Media, Antonio Linage Conde nos cuenta que: «Los baños eran, por lo común, vedados a los monjes salvo como medida terapéutica».
Quizá peque de escrupuloso y no resulte tan desagradable el hedor de una persona después de años sin tocar el agua, pero lo cierto es que me cuesta muchísimo entender cómo eran capaces de emprender actividades tan “espirituales” como el canto gregoriano en medio de semejante fetidez.
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