Tierra Santa: 4. Petra
Cruzamos a Jordania en busca de la antigua capital de los nabateos.
Tras pasar la noche del 31 de diciembre en Ein Gedi, al día siguiente marchamos hacia Petra, en Jordania, un lugar al que le teníamos muchas ganas desde hacía tiempo. Para llegar cogimos un autobús hacia Eilat, en el extremo norte del golfo de Aqaba, poco antes del mediodía. Nos paramos antes de llegar a la ciudad y anduvimos uno o dos kilómetros hasta llegar a la frontera, que cruzamos a pie después de unos controles algo pesados. Del lado jordano nos esperaba un coche con un conductor majísimo con el que habíamos contactado antes de salir. La alternativa es contratar en la frontera un taxi, que sale mucho más caro, o buscar algún autobús hacia Aqaba y de ahí otro que vaya a Petra, lo cual lleva mucho más tiempo.
Cogimos el coche hacia las 16 y llegamos a Wadi Musa unas dos horas después, creo recordar, ya casi sin luz. Nos alojamos en un hotel que no era muy caro cerca del yacimiento y pasamos la noche contentos por lo que nos esperaba al día siguiente.
El reino de los nabateos
«Algunos de ellos crían dromedarios, otros ovejas que pastan en el desierto. Aunque hay muchas tribus árabes que usan el desierto como pasto, los nabateos los sobrepasan en riqueza, aunque no son muchos más que diez mil de número; no poco de ellos traen del mar incienso y mirra y las más valiosas clases de especias que se procuran de Arabia Eudaemon».
Diodoro Siculo ((XIX, 94, 4-5).
Petra fue fundada por los nabateos, un pueblo de orígenes inciertos, que quizás provenía del desierto de Arabia. Aunque faltan estudios arqueológicos que lo confirmen, de momento, todo indica que los nabateos eran un pueblo nómada, beduinos del desierto, que poco a poco se fueron infiltrando en el reino de Edom, al sur de la actual Jordania. De forma más o menos pacífica, se fueron mezclando con los idumeos a lo largo de los siglos IV y V a. C. hasta que estos últimos acabaron desplazados o fundidos con los nabateos.
Resulta muy complicado discernir dónde terminan los edomitas y comienzan los nabateos en aquel período de transición, pero sí parece claro por diversas fuentes que hacia el siglo IV a. C. los nabateos habían formado un reino con capital en Petra que no tardaría en extenderse por el sur hacia del desierto de Arabia y hacia el oeste hacia el desierto del Negev.
Tampoco está claro por qué escogieron Petra como capital. Una de las principales ventajas del sitio es la defensa natural del siq y el desierto. Conquistarlo debía de resultar bien complicado. Había que recorrer kilómetros de desierto, sin una gota de agua, y luego atravesar corredores montañosos muy estrechos, donde un pequeño batallón de guerreros bien entrenados podía frenar a todo un ejército, como hicieron los espartanos en las termópilas. Sin embargo, el coste de esta ventaja defensiva no era pequeño, ya que les obligó a realizar obras de ingeniería hidráulica muy sofisticadas para conseguir aprovechar la lluvia escasa y el agua que brotaba de la única fuente natural de la zona, la cual, por cierto, la tradición atribuía a Moisés, a un momento en que golpea el suelo con su vara durante la peregrinación en el desierto para saciar la sed de su pueblo.
De hecho, resulta intrigante por qué no levantaron su asentamiento principal en Aqaba, donde tenían acceso al mar. Mis conocimientos bibliográficos al respecto son muy escasos, por lo que igual estoy pensando un disparate o es algo bien sabido en la comunidad científica, pero intuyo que quizás primero se formase la ciudad de los muertos y luego la de los vivos. Me explico. Quizás el lugar solo fuera un pequeño oasis donde las caravanas nabateas repostaban en sus largos trayectos desde Arabia al corredor sirio palestino. El sitio tal vez les llevaba a celebrar ahí ceremonias importantes invitados por la majestuosidad del lugar y, como los macizos de arenisca eran similares a los de Arabia, puede que empezaran a sepultar ahí a sus difuntos más ilustres.
Parece seguro que para los nabateos la frontera entre los vivos y los muertos estaba bastante diluida. Los difuntos debían de estar muy presentes y se les daba gran importancia, por lo que quizás fueron convirtiendo poco a poco aquella necrópolis en una ciudad de los vivos. Para entenderlo, imaginemos la siguiente escena. Un pueblo nómada, que va de acá para allá dentro de unos márgenes geográficos delimitados, como el desierto que hay al sur de Israel y Jordania, tiene un lugar sagrado donde va enterrando a sus muertos. A diferencia de lo que sucede hoy en día en el mundo cristiano, donde los enterramos en las afueras de las ciudades y nos olvidamos de ellos, los muertos están muy vivos. Se les rinde homenaje y sus sepulcros son lugares de culto y veneración. Poco a poco, ese pueblo va siendo cada vez más rico y poderoso. ¿Por qué no iba a fundar la capital de su reino en ese sitio que consideran tan sagrado?
Sea por una razón u otra, el caso es que hacia el siglo IV a. C. Petra ya era la capital del reino de los nabateos, un reino que unos dos siglos después llegó a abarcar todo el sur de la Jordania y el Israel actual.
El armazón principal de aquel reino era el comercio. Los nabateos controlaban todas las rutas comerciales que iban desde Arabia, la baja Mesopotamia y la India hacia el Mediterráneo y viceversa. Además de sus propias caravanas, cualquier otra que pasaba por su territorio debía pagar por el soporte defensivo y logístico que les suministraban. Y esta bonanza económica gracias a las caravanas, supuso también su final.
Durante varios siglos, los nabateos consiguieron mantenerse al margen de las grandes fuerzas políticas de su alrededor hasta que, en el año 106 d.C., el emperador romano Trajano anexionó el reino al Imperio y pasó a formar parte de la nueva provincia de Arabia Petrea. Fue una transición pacífica y los nabateos siguieron gozando de cierta prosperidad económica a pesar de haber perdido la independencia; sin embargo, tras la conquista romana, las rutas comerciales se fueron desplazando hacia el sur y el norte y, a medida que fueron desapareciendo las caravanas, la ciudad fue entrando en una larga decadencia hasta que fue prácticamente abandonada en el siglo VII.
5 rutas
Le dedicamos dos días enteros a Petra, tres noches desde la que llegamos, y se nos hicieron cortos. Como mínimo, habría que estar tres días: dos para la ciudad principal y un tercero para la llamada “pequeña Petra”. Además la pequeña Wadi Musa es muy acogedora, a pesar de que no hay manera de encontrar cerveza, por lo que conviene reservar un par de horas para darse una vuelta por el lugar.
Petra es enorme y hay que planificar bien la visita en función del tiempo disponible. Es muy recomendable contar con alguna de las guías de Petra de Fabio Bourbon. Las normales se pueden encontrar ahí, en la entrada al recinto, aunque no vimos la grande, Petra svelata, que quizás sea más de tener en casa. Como explica Bourbon, el conjunto se puede recorrer en cinco rutas principales.
El siq interno
La primera ruta es el camino de entrada, un desfiladero espectacular que se formó como resultado de un movimiento sísmico. En su día estaba defendido por un gran portón y todo el camino estaba empedrado. Algunos tramos anchos servían de caravansar para los animales y debía de ser un auténtico caos de gente yendo y viniendo a la ciudad.
En algunos tramos del siq aún se conservan restos de los canales que servían para llevar agua al recinto urbano desde la fuente de Moisés y en algunos sitios se advierten restos de estatuas y bethilos, bajorelieves con forma de templo excavados en las paredes que debían de alojar estatuillas de las divinidades.
Ya en la entrada al siq comienza el misterio. A un lado se alzan tres monolitos cúbicos de unos 8 metros cuya funcionalidad se desconoce. Los beduinos pensaban que en su interior habitaban unos djinn, unos espíritus, y quizás servían de tumbas, aunque por su ubicación tal vez también cumplían algún cometido simbólico.
Al otro lado se alza la llamada Tumba de la serpiente y un poco más allá del Bab al Siq Triclinium, la puerta del Siq, donde se realizaban rituales en honor a los difuntos.
La salida del siq es espectacular. De pronto, pasas una curva y al fondo se comienza a divisar el Khasnè, el Tesoro, un templo funerario de unos 40 metros de alto y 28 de ancho, que quizás fuera la tumba del rey divinizado Aretas III (85 – 62 a. C).
A pesar de haberlo visto en multitud de imágenes y el aluvión de turistas que desde la primera hora de la mañana ya estamos en el recinto, la verdad es que te deja impresionado.
El Tesoro preside un gran espacio abierto que da paso al siq externo, una especie de valle en el que se encontraba la ciudad, pero antes de llegar al mundo de los vivos, los viajeros pasaban por un conjunto donde se concentraban los sepulcros familiares más grandiosos. Al igual que casi todos los demás edificios notables, estos sepulcros se tallaban en la pared de arenisca quedando al final adosados a la montaña por el lado anterior. Quizás fueron la fuente que inspiró las iglesias subterráneas de Lalibela, en Etiopía, que también están talladas en la roca.
Las Tumbas Reales
En la entrada del siq externo, a la derecha, comienza la ruta de las Tumbas Reales, llamada así por la magnificencia arquitectónica.
Se tarda en recorrer entre dos y tres horas y agrupa grandes templos funerarios, como la Tumba de la Urna, la Tumba de la Seda y la Tumba Corintia. Además, aquí se encuentra la llamada Tumba del Palacio, un edificio en el que probablemente se desarrollaban funciones civiles como sede de gobierno.
La construcción más espectacular es la Tumba de la Urna, de unos 22 metros de ancho, que se alza sobre dos pisos de galerías. El camino está sembrado de tenderetes, que podrían resultar molestos, como toda tienda de souvenir en un yacimiento arqueológico, hasta que piensas que en la Antigüedad es probable que fuera también así.
También es muy llamativa la Tumba de la Seda que, aunque está muy destruida por las inclemencias del tiempo, tiene unos colores preciosos.
La Tumba del Palacio con unos 49 metros de ancho por 45 de alto era el más grandioso. Imitaba el estilo de los grandes palacios helenísticos y romanos y, según Bourbon, desde la explanada que hay delante es probable que se realizaran grandes actos ceremoniales civiles, fáciles de observar desde el siq exterior.
El siq externo
La tercera ruta principal pasa por el área urbana, la ciudad de los vivos que comienza a los pies de las Tumbas Reales. Era el espacio donde vivían los ciudadanos de Petra, que en su apogeo tenía cabida para unos 30.000 habitantes que desempeñaban todo tipo de oficios: agricultores, pastores, arquitectos, albañiles, carpinteros, pintores, escultores, comerciantes, camelleros, herreros, tejedores, orfebres, escribas, médicos, barberos, músicos, guerreros…
Signo de aquella mezcla de vivos y muertos es el teatro, que en teoría es un espacio lúdico, pero se levantó al lado de la necrópolis principal, por lo que quizás también servía para representaciones sacras.
El siq externo se organizaba a partir de una gran arteria principal que estaba empedrada. A un lado y otro se disponían los edificios religiosos y civiles más importantes, como el mercado o el llamado Gran Templo.
Una sala circular rodeada por asientos hace sospechar a los expertos que el Gran Templo quizás también servía como una asamblea a la que acudirían los grandes señores.
Otra gran estructura del siq externo es el Qasr el Bint, el único de grandes dimensiones que se ha conservado construido sin ser tallado en la roca. Es probable que date de época romana y cumpliera funciones religiosas.
El Deir
El cuarto recorrido sale de la zona inferior del área urbana y llega hasta el Deir, el Monasterio, después de una subida por una escalera interminable de unos 800 escalones. .
El edificio más interesante que te encuentras por el camino es el Triclinium de los Leones, un templete con una puerta en forma de llave, en cuyo dintel había unas cabezas de medusa. Para llegar hay que desviarse por un camino estrecho que sale a la izquierda.
Aunque tiene fama de empinada, la subida no es muy dura. Depende de la forma física, pero a la que te paras un poco a ver las cosas se puede tardar una o dos horas en subir, unos 40 minutos si vas a toda pastilla, lo cual no tiene mucho sentido, ya que cada poco te encuentras restos arqueológicos en medio del paisaje rocoso.
En la cima nos espera el Monasterio, que nos gustó más que el Tesoro, quizás porque había menos gente y se podía apreciar con calma. Aparte de servir como tumba, seguramente cumplía una función parecida al Tesoro: custodiar y sorprender a los visitantes que llegaban desde el este.
Y al atardecer…
La quinta ruta bordea la ciudad. Nosotros apenas pudimos asomarnos, ya que a Eva le comenzó a doler mucho la pierna después de dos jornadas correteando por la ciudad y ya había aguantado como una jabata más de lo que debía. Caía ya el día así que poco a poco nos fuimos hacia el hotel. Por el camino, un niño nos paró para que conociéramos su escuela, donde el director nos ofreció un té mientras hablábamos de esto y aquello.
Y así concluyó nuestro periplo por Petra, una ciudad fabulosa de la que apenas quedan testimonios escritos, aunque no pierdo la esperanza de que algún día descubran una biblioteca escondida en alguno de sus numerosos recovecos.
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