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Etiopía 4: el desierto del Danakil

Un desierto donde vimos un mar de sal, un lago de azufre y un volcán alucinante

Etiopía 4: el desierto del Danakil

Después de pasar un día en Mekele, emprendimos la excursión al Danakil, un desierto al noreste de Etiopía, en el límite con Eritrea, al que la National Geographic denominó el lugar más cruel de todo el Planeta. Sin embargo, en aquel desierto donde en verano las temperaturas pueden llegar a los 60 grados, pasamos los días más entretenidos de todo el viaje.

Es imposible visitarlo por libre o, al menos, muy caro, ya que debes contratar dos jeeps, un cocinero e ir escoltado por guardia armada, por lo que nos apuntamos a una de las excursiones que se organizan desde Mekele. Creo recordar que la contratamos con la ETT y nos costó unos 75 euros diarios la excursión que duraba tres días y dos noches. Caro de cojones, sí, pero es que no queda otra si lo quieres visitar, que hay que ir muy bien equipado y acompañado de soldados, y sin duda que vale la pena.

La entrada a la depresión del Danakil

Nuestra expedición, además de los soldados, guías, conductores y cocineros, quedó finalmente formada por una holandesa de unos 50 años, delgada y con un gesto perenne de desagrado, un joven japonés, un ruso que llevaba tropecientos mil objetivos y cámaras fotográficas, una pareja de chicas francesas, un matrimonio, pensamos que holandés o alemán, de unos 40 años, muy delgados, que también llevaban dos mil cámaras, un joven escritor bloguero canadiense y su novia estadounidense, que venían de Nigeria, un grupo ruidoso de unos 5 jóvenes de Taiwán, un hombre muy delgado israelí con aspecto muy simpático y nosotros. Por el camino, además, recogimos a una pareja de chicas alemanas que iban en un coche que se había roto.

El desierto de Danakil. Al lado de la carretera o surco por donde pasaban los jeeps, una pena, había un reguero de botellas de plástico vacías.

Nos distribuimos por los jeeps y a nosotros nos tocó con el ruso fotógrafo y la holandesa mosqueada, que no tardó en explicarnos que era la única persona comprometida del viaje. Además de respetar cualquier costumbre local, nos indicó su profundo desagrado por los regalos que iban dando los taiwaneses a la chavalada a medida que nos adentrábamos por el desierto. Según ella, de esa manera se corrompía la autenticidad de los lugareños, que terminaban por ver al turista como un saco de dólares sobre dos patas; aunque según nosotros, aquellos rotuladores y camisetas, en aquel escenario paupérrimo, bien valían lo menos tres o cuatro quintales de auténtica y salvaje ingenuidad. Sobre el ruso nada diré, salvo que desde el principio acaparó el sitio más privilegiado del jeep, el asiento del conductor, que disfruta de mayor visión y padece menos saltos por los baches. Su actitud egoísta y miserable, nos llevó a la conclusión lógica de que era un pervertido psicópata que fantaseaba con la Rotenmeyer holandesa. Otra opción es que fuera un espía de la KGB que estuviera fotografiando Etiopía para preparar una inminente invasión rusa, pero parecía menos probable que la anterior.

En cambio congeniamos muy bien con el chico japonés, que tenía el propósito suicida de marchar al sur de Somalia después de sus andanzas etíopes, y el joven israelí, que, cansado de la situación sociopolítica, había tratado de emigrar hacía años a Bolivia y más adelante a los Pirineos, pues estaba enamorado de las montañas.

El mar de sal

Nos pusimos en marcha a principios de la mañana y pasado el mediodía paramos a comer en Berhale, un asentamiento afar donde nos pusimos morados de arroz, pollo y moscas, menos la chica estadounidense, que después de explicar que era médica y sabía bien cómo nos estábamos envenenando, marchó a comer sus propias viandas en un jeep. Era una muchacha curiosa. Guapa y de caderas amplias, cuando parábamos a mear en medio del caminos, separándonos chicos y chicas cada género a un lado del jeep con modoso reparo, ella venía siempre al lado de los chicos y no supimos nunca si lo hacía por militancia feminista o exhibicionismo instagramil.

Primera parada para comer en el poblado afar de Berhale. Ellas van algo más tapadas que las demás etíopes porque son musulmanes

Después de comer fuimos a una de las primera formaciones geológicas que nos iba a ofrecer el desierto: un mar de sal que baja unos cien metros al nivel del mar, en el cual había un pequeño lago de unos pocos centímetros de profundidad que se va formando a lo largo del año por la escorrentía de las pocas lluvias que caen en el lugar.

Al principio, el mar de sal está totalmente seco, pero poco a poco va apareciendo una capa de agua, que ya bastante adentro llega a tener unos diez o veinte centímetros de altura.

Nos tomamos un vaso de vino en el mar de sal y tuvimos la fortuna de cruzarnos con una caravana afar que venía de recoger sal en el desierto. Los afar son el único pueblo capaz de vivir en una zona tan inhóspita. Son nómadas y además del pastoreo de cabras viven de la sal que van sacando de este antiguo mar que ahora es un desierto. Tienen fama de agrestes, pero nos parecieron muy simpáticos.

Al rato terminó de pasar la caravana y comenzó a ponerse el Sol. Era momento de seguir el camino.

El lago de azufre de Dallol

Ya anocheciendo llegamos al primer campamento, que básicamente eran un par de chozas y un conjunto de camastros al lado de una base militar. Pusimos los camastros pegados a los coches para resguardarnos del viento y, después de tomar unas cervezas en la base militar, caímos todos redondos menos la Rotenmeyer, que se fue a tomar vientos con su saco toda enfadada porque no podía dormir con nuestros ronquidos. Creo que nunca antes en mi vida había visto tantas estrellas.

Llegó el amanecer, desayunamos café, huevos y más moscas y nos pusimos en marcha. Al poco comenzó a cambiar el paisaje, la arena dejó paso al barro seco y supimos que nos estábamos acercando a nuestro destino, el lago de Dallol, un sitio donde la erupción de aguas sulfurosas ha ido formando estalagmitas y pequeños cráteres de colores muy vivos de tonos amarillos, rojos, marrones, verdes y blancos. Fue como estar sobre la superficie de un planeta exótico poblado por extraterrestres.

Tras el lago de sulfuro, marchamos a Ragad (Asebo), un sitio donde los afar estaban trabajando sacando sal del desierto. El proceso es cansado y laborioso. Primero tallan el suelo de sal formando grandes losas con una especie de hachas, luego las levantan y las tallan formando rectángulos planos que al final cargan sobre los lomos de los camellos.

El volcán Erta Ale

Creo recordar que tras ver a los afar, comimos algo en algún poblado y luego nos pusimos ya en marcha a toda pastilla para llegar antes del anochecer al siguiente campamento a los pies del Erta Ale, un volcán activo al que solo se puede ascender cuando ha caído el Sol y la noche baja las temperaturas.

Campamento afar en medio de la arena y el plástico azul de miles de botellas de agua vacías

El ruso psicópata y la Rotenmeyer se separaron en otro jeep a medio camino, que su excursión era más larga y el volcán les tocaba el día siguiente, pero poco más duró nuestro espacio extra, pues al rato nos topamos con un jeep que había cascado, no es de extrañar, y recogimos a sus tripulantes.

El volcán Erta Ale, la Montaña Humeante, alcanza los 613 metros de altura y lleva activo, al menos, desde 1967. Ya en el campamento base, mientras anochecía y los guías cargaban los camellos entre soldados que nos miraban indolentes, nos encontramos con otro grupo que también iba a subir. Hacía un año que había muerto por ahí tiroteado un turista, algo más que otros cinco también habían muertos en una emboscada y había algo de tensión en el ambiente, aunque quizás solo fuese por la inminente pechada a subir que nos íbamos a meter entre pecho y espalda.

Nuestro último campamento en la base del Erta Ale, a menos de cien metros del nivel del mar

Acompañados de soldados, guías y camellos con el material de la acampada, en cuanto se escondió el Sol, comenzamos a ascender serpeantes por la ladera del volcán. Con un par de paradas de unos 10 o 15 minutos, tardamos unas tres horas y media en llegar.

Mientras caminaba cansado de noche, viendo aquel volcán a lo lejos, no podía evitar pensar en El Señor de los Anillos y el viaje de Frodo y Sam camino del Monte del Destino

Fue una paliza, pero sin duda que valió la pena. Nos acercamos a la boca del volcán y, en medio de fumarolas de azufre y fuego, vimos como se estaba devorando a sí mismo en unos ríos de lava que se llevaban todo por delante. Nuestro amigo israelí se sentó con las piernas cruzadas, comenzó a canturrear una tonada en hebreo muy hermosa y nos quedamos ahí mirando asublimados las entrañas de la tierra.

Al rato nos alejamos unos metros del cráter del volcán y fuimos pillando unos sacos en los que resguardarnos un par de horas. Somoano se retrasó y pilló el saco más malo, todo roto, y se congeló de frío. Yo en cambio conseguí dormir unas horas hasta que nos despertaron hacia las cuatro, una hora infame, pero obligada, pues debíamos volver antes de que saliera sol.

Claro está, bajamos más deprisa, incluido Somoano, que hizo parte del trayecto dormido, y al llegar nos pegamos un desayuno colosal de café y huevos. Recuerdo que invité a tabaco liado a un par de soldados de dientes afilados, no es metáfora, que nos habían acompañado mientras nos sonreíamos de alegre euforia.

Somoano y nuestro amigo montañero después de pasar la noche en el volcán

La expedición concluyó poco después en el lago Afrera, uno de los lagos de agua salada que hay en la depresión de Danakil. Después de dos días de usar el agua solo para beber, nos zambullimos todos la mar de contentos, aunque según estaba a punto de sumergirme recordé que tenía los muslos y los pies llenos de llagas y heridas pequeñas. Lo que siguió a continuación quedará para siempre entre aquel lago de sal y yo.

El resto del día lo pasamos volviendo en el jeep, con nuestro amable y drogado conductor, que se pasó el trayecto mascando khat, una droga que abunda en Etiopía y que se supone te activa y mantiene despierto, aunque la probamos un par de veces y la verdad es que a mí no me hizo nada.

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