Etiopía 2: Lalibela
Una ciudad sagrada famosa por sus iglesias talladas en la roca.
Salimos pronto de Gondar y llegamos a Lalibela en un avión pequeño y barato hacia el mediodía. Buscamos alojamiento cerca del centro y encontramos un sitio muy chulo que tenía una terraza formidable en la planta baja donde terminamos bebiendo cerveza las dos noches que nos quedamos en la ciudad. Allí cerramos un acuerdo razonable con un guía acreditado llamado Ibrahim para ver el conjunto monumental de Lalibela a la tarde y salimos a dar una vuelta.
A los pocos metros nos rodeó una panda de chiquillos muy simpáticos que nos siguieron a partir de entonces allá dónde íbamos. Les decíamos que a esas horas debían estar en el colegio, pero de nada sirvió entonces ni al día siguiente. Los muy pillos se apostaban en la calle esperando a que saliéramos del hotel para acorralarnos con su charla interminable. Lamentablemente, dos turistas con dinero en el bolsillo para alimentar a toda su familia debían de resultar más apetecibles que las clases, pero bueno, al menos practicaron inglés y la verdad es que a nosotros nos amenizaron los paseos e incluso nos fueron de gran ayuda por la noche, cuando tratamos de ir a cenar a un sitio que estaba a tomar vientos y al que no habríamos llegado jamás si no hubiera sido por su guía certera.
Lalibela es una ciudad pequeña, a unos 2.600 metros de altitud, cuyos orígenes tal vez se remontan a los siglos VII y VIII, cuando debía de ser la capital de alguno de los numerosos feudos que surgieron tras la caída del reino de Axum. Alcanzó su apogeo durante la dinastía de Zagwe, que, como vimos, controló el norte de Etiopía entre los años 1137 y 1270.
De aquella época data un conjunto fantástico de once de iglesias talladas en la roca declaradas patrimonio de la humanidad. Pero antes de verlas, recordemos que Etiopía fue uno de los primeros lugares del mundo donde se instauró el cristianismo. Desde la Antigüedad, el norte del país estuvo muy influenciado por las corrientes religiosas que se extendían desde el corredor sirio palestino hasta el sur de la península Arábiga. De hecho, en algún momento llegó el judaísmo, que contó con una importante población de fieles hasta la segunda mitad del siglo XX.
Por diversos documentos, parece seguro que el primer rey etíope que adoptó el cristianismo fue Ezana, que gobernó el reino de Axum entre el año 325 y el 350 d.C. y a partir de ahí se fue irradiando con intensidad decreciente a medida que nos alejamos de la corte real, es decir, hacia el sur, donde aún hoy en día perviven muchas creencias animistas. Y es probable que se produjera una segunda oleada de proselitismo cristiano en el siglo V, la cual se concretó en la figura más o menos legendaria de nueve santos que en teoría llegaron hasta el último rincón del Imperio fundando monasterios por doquier, aunque quizás solo sean la concreción simbólica de una estrategia de un emperador que buscaba unificar culturalmente un territorio multiétnico mediante la religión.
La iglesia cristiana -en su variante copta, más apegada al cristianismo primitivo que la católica- sigue siendo la predominante en el país, aunque convive con otras religiones, como la musulmana, que es la mayoritaria entre los afar del noreste o, hasta hace poco, los judíos llamados fasalas, que emigraron a finales del siglo pasado a Israel, así como todas las tribus animistas del sur. Sin duda es un buen cacao y en otros países más intolerantes, como España, donde cada autonomía vigila con ojo fanático sus tradiciones más o menos inventadas, probablemente habría dado lugar a una guerra civil.
Las iglesias de Lalibela
El origen de las iglesias de Lalibela permanece en el misterio. Su construcción se atribuye al rey Gebre Mesqel Lalibela (c. 1181 – 1221), de quien la ciudad tomó el nombre. Según la leyenda, el rey tuvo una visión divina en la que recibió la misión de construir una nueva Jerusalén y, con ayuda de unos ángeles, se realizaron las iglesias de la noche a la mañana. Leyendas aparte, parece ser que su construcción duró décadas, quizás se extendió más allá de la dinastía de Zagwe, y fue fruto del arte y la pericia de un numeroso grupo de canteros y escultores. Sí, escultores, ya que las iglesias de Lalibela no se levantan sobre la superficie, sino que están excavadas y talladas en el suelo rocoso.
Al igual que ocurre con los templos y las grandes tumbas de Petra, las iglesias de Lalibela son monolitos tallados de una pieza, aunque en este caso se sumergen en el suelo en vez de adentrarse en la pared de la montaña. En cualquier caso, esas estructuras me recuerdan muchísimo a los sepulcros de Petra, aunque no tengo claro aún si esta semejanza es fruto de la casualidad o de trasvases culturales más complejos.
Las iglesias se distribuyen en dos grandes grupos separados por un canal artificial que tal vez simbolice el río Jordán. En el grupo noroeste se encuentran las iglesias de Bete Medhani Alem, Bete Maryam, Bete Meskel, Bete Danaghel, Bete Debre Sina, Bete Golgotha, Biet Uraiel, la capilla Selassie, la Tumba de Adán y las grutas de Petros y Paulos. En el sudeste, las iglesias de Bete Merkorios, Bete Emanuel, Bete Abba Lebanos y Bete Gebriel-Rafael. Además, separada del resto se encuentra la iglesia de Bete Giyorgis, que es la más impresionante.
Una vuelta por los alrededores
Le dedicamos a las iglesias de Lalibela las dos tardes que pasamos en la ciudad. A la mañana del segundo día fuimos con Ibrahim a ver otras tres iglesias que hay cerca de la ciudad.
La más impresionante es la iglesia de Yemrehana Krestos, a unos 20 km de Lalibela. Es exenta y se encuentra dentro de una gran cueva. Su construcción se atribuye al rey zagwita Yemrehana Krestos en el siglo XI, pero es probable que fuera un sitio sagrado desde tiempos inmemoriales.
Además de la Iglesia, en el interior de la cueva hay un osario gigantesco formado por los restos de los fieles que marchaban hasta allí a morir. Sobrecoge pensar en los miles de fieles que apuraron sus últimas fuerzas para llegar por caminos intransitables hasta aquella cueva a exhalar su último suspiro.
Luego fuimos a ver la iglesia de Bilbilla Chirkos, una de las más antiguas de la zona. Es muy pequeña y tiene unas pinturas murales chulísimas.
Además, el cura tuvo a bien enseñarnos unos códices medievales con unas ilustraciones fantásticas. Al igual que ocurre con los códices antiguos de Tombuctú, debe haber por todo el norte de Etiopía verdaderas maravillas bibliográficas que habría que escanear antes de que se deterioren para siempre.
Para terminar la mañana fuimos al monasterio de Na’akuto La’ab, que también está excavado en la roca. Al parecer, en su interior hay corredores secretos muy largos que conectan el monasterio con la ciudad, pero no se pueden visitar. A cambio nos entretuvimos con una manada de monos muy divertida que había en la entrada.
Por el camino entre las iglesias paramos en una escuela donde justo era la hora del recreo. Había niños muy desnutridos en el patio. Durante el viaje vimos varias escenas de pobreza, pero la verdad es que aquella fue de las más duras y le soltamos un dineral a Ibrahim para que se lo diese a la escuela. No creo en ningún dios, pero si de verdad existiese alguno y fuera realmente todopoderoso habría que preguntarse por qué permite que los niños sufran tanto.
Al día siguiente nos pegamos un buen madrugón y cogimos el primer vuelo que iba hacia Mekele, desde donde salen las expediciones al desierto de Danakil, pero eso lo contaré ya en otra entrada.
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