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Etiopía 5: el valle del Omo

Última etapa del viaje.

Etiopía 5: el valle del Omo

Después de la excursión al Danakil, regresamos a Mekele, donde pasamos la noche, y de ahí cogimos un vuelo a la mañana siguiente hasta Arba Minch. Aquí nos esperaba Mihiret Awdie para realizar una excursión por el valle del Omo, al sur de Etiopía. La verdad es que fue una guía magnífica y nos llevó a muchos sitios interesantes del valle, en el que es imposible meterse por libre.

El aeropuerto de Arba Minch. La mejor manera para desplazarse en las distancias largas es el avión. No son muy caros, los vuelos internos están entre 50 y 100 euros, y por carretera cualquier distancia, por pequeña que sea, puede traducirse en muchos días de viaje.

Marchamos a comer a un sitio de Arba Minch donde pedimos la mejor Injera del viaje. Este es el plato más habitual por todos los sitios y es una especie de tortita hecha de harina fermentada de tef, sobre la que se ponen distintos guisos de judías, garbanzos, lentejas, pollo o lo que tengan a mano en ese momento.

La injera se come con las manos formando mini bocadillos con la tortita de tef y el condumio

Los pueblos del valle

El valle del Omo se extiende a lo largo del río Omo-Bottego en el suroeste de Etiopía, que mide unos 760 kilómetros de largo, hasta alcanzar la frontera con Kenia y acoge a un gran número de pueblos tradicionales, como los banna, los hamar, los mursi, los sagine, los suri o los kara. Hasta hace unos años, estos pueblos iban tirando con lo que sacaban del campo -alimentos básicos como judías, maíz y sorgo- y del pastoreo de vacas y cabras; pero desde principios del siglo XX, su modo de vida tradicional se ha visto muy amenazado por dos problemas.

El primero son las presas hidroeléctricas, que junto al cambio climático van a terminar por cargarse todo el ecosistema del río; y el segundo es el turismo, que ha convertido cualquier actividad tradicional en un ritual escenografiado para los turistas en el que apenas se percibe un eco de la sombra de un suspiro de lo que debió de ser y significar en el pasado. El caso más duro parece ser el de los mursi, que andan todo el día borrachos disfrazados de la forma más disparatada que se les ocurre, conscientes de que a mayor exotismo, más podrán pedir por las fotos, que ahí no se puede sacar una sin pagarles derechos de imagen, tal y como explica Jean-Christophe Huet en un documental muy bueno sobre cómo está el valle hoy en día.

Si dejamos aparte la tragedia humana, este fenómeno resulta muy interesante. Es un caso muy exagerado de lo que se conoce como el postureo del turista, del que ya hablé cuando conté mi viaje por la península Balcánica. Los turistas van como locos por conseguir fotografías exóticas y los lugareños viven de forma cada vez más artificial para que piensen que están viviendo experiencias auténticas.

El valle del Omo, al fondo, que casi no se ve, el lago Chamo

Los dorze

Un caso excepcional es de los dorze, que tienen un poblado tradicional cerca de Arba Minch que fuimos a ver por la tarde. Viven de forma normal, con sus cosas modernas, pero mantienen unos pueblos museo donde te explican cómo hacían actividades tradicionales, como el tejido, un arte que dominan con maestría. En lugar de recibir dinero por disfrazarse de forma extraña, pagas por acceder al pueblo museo y rematan la faena vendiendo cosas muy chulas a los turistas, como un sombrero magnífico que me sirvió para protegerme la cabeza lo que quedó de viaje.

Me encantó la forma de sus cabañas, que recuerdan un elefante, pero lo más divertido llegó al final. Nos tomamos unos cuantos chupitos de un licor casero y luego nos mostraron algunas armas tradicionales, como una lanza de bronce y un escudo de hipopótamo. Claro está, noblesse oblige, no hicimos el monguer peleándonos con ellas.

Pasamos la noche en un hotel algo cutre a las afueras que consistía en una serie de habitaciones dispuestas a lo largo de un corredor y a la mañana siguiente marchamos hacia el valle del Omo en una furgoneta que conducía un joven de unos 20 años. Además nos acompañó el sobrino de Mihiret, un crío de unos seis años muy simpático que viajaba por primera vez fuera de Arba Minch.

Un mercado formidable

Mihiret nos explicó el plan de la jornada: primero iríamos a un mercado y a la tarde iríamos a presenciar una ceremonia hamer del toro, que antiguamente estaba relacionada con los matrimonios. Los pretendientes debían mostrar su valía saltando de lomo en lomo por un grupo de vacas puestas en fila, lo que recuerda a las tauromaquias cretenses, y las chicas debían soportar una tunda de bastonazos mientras insultaban a los chicos poniendo en duda su virilidad. La ceremonia nos daba cierta pereza por lo que comentaba antes del artificio y el turismo poco sostenible que está masacrando el lugar, pero como la habían pagado unos japoneses y no nos iba a costar un duro, tampoco dijimos que no.

El mercado de Dimeka

La visita al mercado en la pequeña localidad de Dimeka fue espectacular. Al menos de aquella, a principios de 2018, en los mercados la gente va relajada, es un momento de fiesta, visten sin disfrazarse y no están pendientes todo el rato de que les saques fotos para pedirte dinero.

La muerte triste de una furgoneta

Apenas habíamos comenzado a dar unos pasos cuando nos vimos rodeados por un grupo de niños muy simpáticos que insistieron en acompañarnos en la visita. Al final decidimos comprarle unas sandalias a los que iban descalzos, que costaban menos que nada, y fue gracioso ver cómo algunos renacuajos se apresuraron a esconder sus chanclas esperando que a ellos también les tocase algún par nuevo.

Ya al final, nos tomamos un té, presenciamos el intento fallido de un grupo de jóvenes por meter una cabra en una marshrutka, y nos marchamos todo pilas por la visita. Sin embargo, al poco la furgoneta comenzó a renquear. Nuestro conductor, hasta el momento taciturno, comenzó a hablar con Mihiret en un tono lúgubre y preocupado y, efectivamente, al rato el vehículo se paró en medio de la nada sin dar señales de vida.

Parados en medio de no where

Con su optimismo crónico, Mihiret nos dijo que sería cuestión de 5 minutos y el conductor se lanzó destornillador en mano contra la muerte que sobrevolaba hambrienta sobre la furgoneta. Insensibles a la batalla épica hombre máquina que se estaba desarrollando ante nosotros, viendo que el asunto iba para largo decidimos echarnos una siesta bajo unos árboles del camino, pero desde vete a saber dónde aparecieron de pronto un par de grupos intrigados por nuestro percance automovilístico. El primero estaba formado por unos 6 o 7 chavales, a los que luego se sumaron otros, que iban pintarrajeados con barros de colores como parte de la pantomima de saltos y bailes con que se ganaban propinas de los turistas en los cruces y demás sitios donde los jeeps debían bajar la velocidad. El segundo por tres hombres adultos que, como es costumbre en el lugar, llevaban fusiles al hombro y machetes en la cintura.

No tardamos en congeniar con la chavalada, que se partía de risa probándose mis gafas mientras alucinaban intentando comprender cómo era capaz de ver algo a través de esas lentes, así que para pasar el rato organizamos las primeras Olimpiadas Hispano-Etíopes que se han celebrado jamás en el valle del Omo. Entre otras pruebas, se compitió en tiro con arco tradicional, carreras, saltos y, la que fue más jodida, lanzamiento de palo. Uno de los adultos decidió participar en esta última competición y disputó la final con Somoano, quien consiguió derrotarle por varios metros.

El sobrino de Mihiret durante la prueba del tiro con arco mientras los demás participantes se refugian como pueden del sol que cae a plomo en el estadio

Mientras Somoano celebraba la victoria todo algarabía con la chavalada y yo contemplaba un tanto preocupado el mal perder de su rival, que recordemos iba armado con un fusil y un machete, ya a punto de anochecer, Mihiret aceptó por fin que la furgoneta no iba a volver a la vida y comenzó a llamar a colegas suyos por si algún otro guía estaba cerca y podía recogernos. Al rato apareció un jeep en el que viajaba un matrimonio mayor de israelitas con su guía y amablemente nos llevaron hasta Turmi, un pueblo pequeño con las calles sin asfaltar y casas modestas.

Turmi, el pueblo más parecido al salvaje oeste de las películas que haya visto nunca a este lado del Atlántico

Turmi

En lugar de alojarnos en un lodge cómodo, pero caro, marchamos al mismo sitio donde pernoctan los guías, un tanto cutre, pero acogedor, y salimos a dar una vuelta acompañados del sobrino de Mihiret. En una tiendecilla compramos agua y el chaval se encaró con el dependiente cuando nos quería cobrar de más. Luego un grupo de críos le debió de decir en etíope el equivalente a maldito-traidor-deja-que-estafemos-a-los-faranji y se lanzó por ellos piedra en mano, pero por fortuna le atrapamos a tiempo y conseguimos mantener la paz.

El bar del hostal

Ya en el hostal, todo gula y hambruna, para cenar pedí algo de pollo con arroz, pero era fasting, uno de los cuatro días sagrados a la semana donde hay que seguir una dieta vegetariana estricta según el cristianismo etíope, así que debí contentarme con unas judías y la sempieterna injera. No era la persona más feliz del mundo en aquel momento, pero llegaron unos amigos guías de Mihiret y uno sacó un licor casero que preparaban los nativos del Omo con una condenada bomba de graduación alcohólica y no tardaron en desaparecer todos mis males. Al rato alguien sacó también marihuana, nos fumamos unos canutos siempre acompañados con el licor endemoniado aquel, nos cogimos un colocón de cuidado y me fui a acostar dulcemente encima del amago de mosquitera que había en nuestra habitación.

De poblado en poblado

Amanecimos resacosos y creo recordar que se había acabado el agua, pero nos animamos y nos acoplamos a una excursión a un poblado de los dassanetch, cerca de Omorate, en la que iban un británico muy salado y un joven estadounidense que llevaba una pluma de pendiente. Supongo que era youtuber o documentalista aficionado, pues no paró de filmar en todo el rato.

Más chulo que un ocho con mi sombrero dorze a orillas del río Omo

Aquí también nos rodearon un grupo de críos y se formó cierto revuelo cuando vomos que uno de ellos tenía una herida y decidimos tratársela con betadine y tiritas que teníamos en la mochila. De nada sirvieron nuestras explicación de que el chaval tenía una herida y los demás no, así que tuvimos que poner betadine en unos cuantos pies más.

El colofón de la excursión fue una danza que realizaron las mujeres. Bailaban en círculos, dando saltos, y parecía que se lo pasaban bomba. Aunque fue una turistada, la verdad es que estuvo chula.

Lo más divertido de esa excursión para mí, sin embargo, fue cruzar el río Omo en una embarcación tradicional, que es una especie de canoa muy alargada hecha con el tronco de un árbol.

Para cruzar el río usan unas canoas talladas de madera de una pieza

Luego fuimos a un poblado hamar, donde en ese momento solo había mujeres y ancianos, pues los hombres estaban con los rebaños de vacas haciendo sus cositas de pastores. En el interior de una choza, una mujer mayor rodeada de tropecientos mil nietos y nietas, nos explicó la trabajera que debía realizar todos los días, comenzando por ir a buscar agua en a tomar por culo del poblado.

De vuelta a casa

Al atardecer, ya de vuelta, Mihiret nos dijo que una furgoneta salía hacia Arba Minch. Era nuestra última esperanza de llegar a tiempo para comenzar a coger los aviones de regreso, cuyos billetes ya habíamos comprado, así que nos metimos sin dudar en la furgo, aunque si hay algo más jodido que ir por una carretera etíope es hacerlo de noche, momento que aprovechan los bandidos y los socavones para atacar con alevosía y ensañamiento.

Por fortuna no nos asaltaron y aunque viajamos parte del recorrido todo oscuridad, paramos antes de que llegara la madrugada en el pueblo de Key Afer, donde pasamos la noche en un hotelucho más cutre de lo habitual: a la falta de agua, se le sumaron los recuerdos que habían ido dejando en el baño los inquilinos desde tiempos inmemoriales. Eso sí, a cambio, paraíso del entomólogo, pasé la noche acompañado de una amplia gama de bichos que no pude ver, ya que no había electricidad y tenía el móvil descargado.

Llegó el amanecer, volvimos a la furgoneta junto a los demás pasajeros, y por fin llegamos a Arba Minch, donde Mihiret nos llevó de excursión al lago Chamo, cerca de la ciudad, antes de que cogiéramos el vuelo de regreso.

Fue genial. Montados en una barca pequeña a motor navegamos por el lago hasta llegar a un sitio donde había un par de cocodrilos durmiendo. Madre mía, todo dientes, la verdad es que impresiona verlos de cerca.

Pero es que, además, tuvimos la fortuna de toparnos con un hipopótamo. Apenas se le veía el morro y, en un apego curioso por la vida, el conductor no quería aproximarse más a la bestia por mucho que nos apeteciera, pero me dio una gran alegría saberme tan próximo de uno mis animales favoritos.

Las dos manchas al fondo del lago son dos morros de hipopótamo.

Y hasta ahí llegó más o menos el viaje. De Arba Minch volamos hasta Adis Abeba y de ahí a Madrid. Aunque nos dejamos por ver sitios que me apetecían mucho, como Harar, la ciudad de las hienas, o Aksum con sus estelas medievales, al final salió un viaje muy divertido. No descarto volver algún día.

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