Kirguistán 2: Song Kul
Segunda entrada de dos sobre el viaje a Kirguistñan

Después de varios días por Uzbekistán y Kirguistán, llegaba el plato fuerte del viaje, la excursión a caballo al Song Kul, un lago espectacular en el centro de Kirguistán. Habíamos intentado llegar un par de días antes por el este, por Kyzyl-Oi, pero había resultado imposible por una ventisca de nieve. Estábamos ya a finales de septiembre, cuando las temperaturas del lago caen muy bajas y ya casi no quedan yurtas en el lago. Así que después de haber descansado un par de días en Bokonbayevo, a orillas del Issyk Kul, lo volvimos a intentar por el norte, por Kochkor.

En general, las carreteras de Kiguistán están muy bien, al menos, las grandes, que llegan a todos los centros de población importantes. Sin embargo, no son fáciles de conducir para los occidentales poco avezados, ya que tienen códigos desconocidos para nosotros, como la preferencia del ganado sobre los vehículos, una costumbre que también he visto por África. De hecho, cuestan tan poco las marshrutkas y los taxis compartidos que no tiene mucho sentido alquilar un coche.

Kochkor
Desde Bokonbayevo no tardamos en llegar a Kochkor, donde contratamos la excursión al Song Kol con Jailoo una agencia familiar más barata que la CBT que nos preparó un recorrido formidable.
Antes del dominio soviético, apenas existían grandes localidades en Kirguistán: Biskek, de fundación rusa, Osh, que se encontraba en la ruta de la seda, Karakol y poco más. Los kirguisos llevaban una vida seminómada en yurtas llevando el ganado de un lado para otro según las estaciones, una forma de subsistencia que no encajaba con el régimen comunista que pretendía colectivizar los medios de producción y, de paso, tener mucho más sometida a la población, pues no hay manera de controlarla si cada familia vive a su aire en campamentos dispersos, lo cual, por cierto, quizás explique también el poco calado que ha tenido el islam, al menos de momento.
Esta sedentarización reciente junto con la pobreza extrema del país explica porqué los pueblos kirguisos sean algo feotes, sencillos, con construcciones random en las que abunda el adobe, el cemento y otros materiales baratos, como ocurre en muchas localidades del África subsahariana, aunque la belleza del entorno y la simpatía de la gente te hace olvidar pronto la estética precaria de los sitios.
De hecho, te puedes encontrar edificaciones curiosas, como este restaurante montado a partir de dos containers de barco.
Hablando de zampar, la comida es similar a la uzbeka: empanadillas, arroz, verdura y pinchos morunos. A mí me gustó mucho, pero puede resultar miajica repetitiva a quien disfruta de cocinas muy variadas, como los mexicanos o los chinos.
Consejo para los cafeteros: en Asia Central acostumbran a tomar té en lugar de café. Una manera de apañar algo el síndrome de abstinencia es llevar café soluble, que cuesta muy barato. Hablando de vicios, si fumas tabaco de liar, como es mi caso, lleva algo de más para invitar al personal que te pregunte curioso. Les encanta o al menos así era cuando fuimos nosotros.
A la tarde fuimos a dar un paseo por las afueras del Kochkor, que está rodeado por unas montañas fantásticas y tratamos de encontrar las fuentes del Chu, un río que rodea el pueblo, pero solo conseguimos terminar en un lodazal de barro y estiércol del que solo pudimos salir descalzos y con los pantalones arremangados.

Ya de vuelta nos metimos en un parque en busca de una estatua de Lenin que al parecer aún se conserva entre sus ilustres…
Sin embargo solo encontramos una estatua al tanque desconocido.

Volvimos al albergue de Jailoo por la noche y nos enteramos de que se habían sumado otras tres personas a la excursión. Una mujer alemana muy simpática que trabajaba en una ONG, un joven holandés que llevaba seis meses de viaje por Asia y una chica china que se pasó toda la excursión fotografiándose a ella misma, es de suponer, para las redes sociales.
Fuimos a cenar a un sitio donde tenían la mala costumbre de servir solo una jarra de cerveza por comensal, probablemente debido a no sé qué extraña interpretación del Corán, y a la piltra bien emocionados porque por fin íbamos a llegar al Song Kul.

Las yurtas
Comenzamos la excursión que iba a durar tres días con dos noches yendo al campamento base para preparar los caballo. Además de desayunar a la kirguisa, todo té, pan, mantequilla y mermelada, aprovechamos para rellenar unas botellas de plástico con el agua de un riachuelo que corría al lado.
Consejo: aunque el agua de las montañas está muy limpia, por la presencia muy abundante de animales conviene llevar pastillas potabilizadoras. Se echan en la botella y al rato puedes beber sin miedo de pillar un algo cacófilo que te fastidie la excursión.

Además de los caballos que amablemente nos iban a llevar hasta el Song Kul, en el campamento base también había un par de perros, un animal que volveríamos a encontrar en todas las demás yurtas. Les ayuda con el ganado y a defender los campamentos de los lobos y otros peligros. En este también había una mamá gatica que acababa de parir unos cachorros muy divertidos. Los cuidaban con mimo en un lado de la yurta.
Los kuirguís fueron un pueblo nómada durante siglos que iba de acá para allá con sus rebaños de ovejas y caballos hasta el siglo XX y la ocupación soviética que empezaron a asentarse y buscarse otras maneras de buscarse la vida. Sin embargo, en algunas zonas rurales todavía se practica cierto semi-nomadismo. Durante el invierno, que por allí es muy frío por la altura, viven en pueblos y casas normales, pero al llegar los tres meses de verano se desplazan a las zonas altas en busca de prados frescos para sus rebaños, como ocurre con los pueblos que están cerca del Song Kul. Es entonces, cuando el campo vuelve a llenarse de yurtas.


La yurta ha sido la vivienda tradicional de los pueblos mongoles, kirguís y kazakos desde hace cientos de años. Se levanta a partir de piezas de madera que se van acoplando de manera circular, las cuales de pueden plegar para ser transportadas con facilidad por caballos o, en tiempos modernos, furgonetas. La estructura se recubre de mantas de lana y por el suelo se extienden alfombras sobre algún tipo de material aislante.
En la parte central del techo se encuentra un anillo de madera, también muy ligero, tapado por una pieza que se puede descubrir para airear la yurta.
El mobiliario es muy sencillo, pero eficaz. Hay tres elementos fundamentales: una mesa alargada y baja que se deja durante el día con mantequilla, leche, caramelos, galletas, frutas y otras golosinas; una estufa que sirve para cocinar y caldear el ambiente, y los camastros, que durante el día están en una esquina y al llegar la noche se extienden uno al lado del otro cubiertos con una montonera de mantas bien calentitas.
Una buena yurta puede durar decenas de años y se transmite de generación en generación. Pueden montarse y desmontarse en un momento y una familia suele tener al menos dos, una que sirve de cocina y almacén y otra donde duermen y comen. Son muy acogedoras y cuando caía la noche, que afuera la temperatura se desplomaba, pudimos comprobar que son muy eficaces contra el frío.



Consejo: las yurtas y mantas están muy limpias, pero cuando se va a un sitio donde convive el ser humano con otros animales no está de mal llevarse algo contra las pulgas. Nosotros llevábamos unos collares de gato antiparasitarios atados a los tobillos. No sé si es por el efecto placebo proyectado en las pulgas, pero el caso es que me ha funcionado aquí, en Etiopía y en Jordania.
Camino del lago
La excursión al Song Kul fue una experiencia formidable. Me encantó. No es solo por ir a caballo y dormir en yurtas, que también, al menos para mí que desde chico me han fascinado Gengis Khan y los mongoles, sino por los paisajes naturales que recorrimos: unas montañas fieras, sin una brizna de hierba, donde el color de la tierra solo cambiaba cuando llegábamos a las zonas nevadas. Creo que el término más apropiado para describir lo que vimos es el que da Kant a sublime.


Yo iba algo asustado porque había probado qué significaba montar a caballo durante horas. Para que la experiencia no me pillara de nuevas, había ido con mis amigos Kathy y Fernando a montar a caballo por la sierra de Madrid. Después de tan solo una hora tenía el culo y las lumbares destrozadas a pesar de que había seguido fielmente los consejos del maestro Juanito, el señor que organizaba las excursiones, que resumidos venían a decir: sigue el ritmo del caballo, déjate llevar por él, no presentes resitencia… le faltó decir be water para que lo hubiera adoptado como maestro espiritual. Sin embargo mis temores eran infundados… cabalgar sobre un caballo kirguís es como estar sentado en un sofá.

Los caballos de Kirguistán son de la familia mongola, muy distintos de los europeos, al menos de los españoles. Son más pequeños, pero muy robustos. Suben por montañas muy empinadas sin esfuerzo y por el tipo de paso que tienen más acompasado son más cómodos de montar, incluso para personas que tenemos una forma física deplorable. Los kirguisos tratan a los caballos con mucho mimo, en tres días que estuvimos cabalgando hacia el Song Kul no les vi usar la fusta ni una vez, y da gusto verlos fuertes y bien alimentados; y es que todavía hoy son una pieza clave de la economía doméstica de las zonas rurales por la leche, la carne y, claro está, para desplazarse por este país tan montañoso.

El camino hacia el lago fue realmente genial. Lo único molesto fueron las bolsas de plástico que llevábamos entre los calcetines y las botas para aguantar el frío, pero sería deshonesto si no reconociera que en algunos tramos tuve que cerrar los ojos. Padezco de un vértigo atroz y en algunos caminos apenas te separan unos centímetros de una ostia de campeonato.



Amor por la diferencia
Después de dos días cabalgando por fin llegamos lago Song Kul, el objetivo principal que nos habíamos marcado desde que habíamos salido de Samarcanda quince días atrás, meta discutible, como todas las que uno se autoimpone durante un viaje donde -como cantaba Kavafis- es más importante moverse para llegar que haber llegado, aunque quizás en este caso Ítaca superaba a Circe.




¿Qué se le puede pedir a un viaje? ¿Qué sea divertido?¿Qué descanses? ¿Qué te enriquezca? ¿Que no pilles la malaria? Después de darle vueltas a esta cuestión, creo que lo mejor que te puede ofrecer un viaje para quien ama la diferencia es que sea sincero, como lo fueron el Song Kul y Kirguistán, en palabras del cineasta, tan lejos, tan cerca.


Y aquí se me apagó el móvil. Del resto poco hay que decir. Volvimos a Kochkor y de ahí salimos escopeteados hacia Biskek, donde un avión a las tantas de la madrugada nos debía de llevar de regreso Madrid pasando por Estambul. ¿Qué decir más?
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