p. balcánica 3: Shkodra
Comienza la etapa albanesa del viaje por la península Balcánica.

Una salida precipitada
Después de un día en Kotor, por fin tocaba ir hacia Albania, Shkodra, en el norte del país, una ciudad pequeña que había sido la capital hasta 1920. Estaba decidido a no cometer el error del día anterior de subirme el último al autobús y tener que viajar en la última fila, encima del motor, así que me desperté pronto con el objetivo de ser el primero en montar. Sin embargo, camino a la estación tuve que detenerme para saldar cuentas con el pasado.
Hará unos diez años comenzaron a darme unos cólicos salvajes por unas piedras infames que habían convertido mi vesícula en su hogar. Aguanté durante mucho tiempo aquella convivencia forzada quitando cada vez más alimentos de mi dieta, aunque en cuanto me despistaba me daba un cólico. Pero un día se complicó el tema por culpa de una manzana.
Andaba por Somiedo en Asturias durante una semana santa muy fría con Eva, Rafa y Somo cuando, después de un día de trekking intenso, decidí zamparme una fabada y unos filetes al cabrales mientras bebíamos cerveza como si no hubiera un mañana. A la tarde merendé una manzana y se ve que aquella mezcla no le gusto a las piedras, porque de madrugada me dio un cólico aún más doloroso de lo habitual. Mientras buscábamos por la noche, subiendo unos puertos nevados totalmente a oscuras, un médico que me chutara algo para el dolor, Eva y Rafa me hicieron prometer que si salíamos vivos me fuera a operar de una maldita vez.
Fiel a mi palabra, hacía poco más de un año me había quitado la vesícula, que es como se apañan estás cosas, y desde entonces había ido recuperando algunos alimentos que llevaba años sin probar, como el zumo de naranja, los huevos y el bacon, piezas fundamentales del desayuno inglés que daban en una cafetería por cuatro duros camino de la estación. Glotón impenitente, no pude resistirme y ahí la lié.
Entregado al festín, cuando levanté la cabeza del plato apenas faltaban unos minutos para que saliera el autobús. Pagué, salí a la carrera, llegué por los pelos y, una vez más, fui el último en subir. Pero todos mis temores eran infundados. Albania no tiene tanto tirón como sus vecinos del norte y el autobús iba medio vacío. Salvo una pareja de mujeres francesas, tenía pinta de que yo era el único turista. Empezamos bien, me dije, y la verdad es que siguió mejor.

Viajar por Albania
Me lo pasé fenomenal viajando por Albania, un país muy acogedor y cariñoso, al menos para turista, donde me sentí en todo momento bien recibido. Y no fue por grandes alharacas, sino por momentos pequeños, pero muy significativos como el que te sonrían por la calle al reconocerte extranjero, un joven entusiasta que te explica el talento del maestro Onufri, la chavalada que te pregunta si te gusta el país y que se marcha bien contenta cuando respondes que te está encantando, una mujer que te despierta en el autobús inquieta por la posición forzada en la que tiene el cuello para explicarte cómo dormir sin dañar las cervicales…
Claro está, también existe una Albania mucho más dura, la Albania de los clanes mafiosos y las vendettas familiares que aún se mantienen en las zonas rurales, sobre todo por el norte, pero para el turista son transparentes, al igual que le sucede al turista que marcha a Italia, un país controlador por la mafia, pues los clanes solo se matan entre ellos por el control del territorio y demás cosas que suelen importar a los gánsteres. Como este tema es un lugar común de la prensa para hablar de Albania, que parece que no sucede otra cosa en el país, no volveré a hablar de clanes mafiosos en las entradas que quedan sobre mi periplo albanés, salvo para insistir ahora en que es un país de lo más seguro para el turista y que es una pena dejar de visitarlo por la imagen que nos dan los medios.
Dicho esto, ahora ya sí voy con mi llegada a suelo albanés.
Un país de colores
Llegué a Shkodra hacia el mediodía, con apenas una hora de retraso, dejé la mochila, cambié 100 euros a albanopelas, que se llaman lek, literalmente “dinero” y salí corriendo a ver el castillo de Rozafa, el sitio que más me interesaba de la ciudad, que se encuentra a las afueras, a unos tres kilómetros. Y ya por el camino me llevé la primera sorpresa del viaje y es que Albania es de colores. Quizás influenciado por el filme L´america de Gianni Amelio, quizás por el prejuicio que suelo sentir cuando voy a visitar un país que ha pasado por la apisonadora estética comunista, brutalismo por montera, me esperaba un país gris, todo cemento, y aunque el cemento está, y vaya si está, es de colores.

Al parecer la costumbre se remonta al año 2000, cuando un antiguo artista llamado Edi Rama se hizo con la alcaldía de Tirana. Rama estaba decidido a embellecer la ciudad con grandes áreas ajardinadas y un plan para atenuar la dureza estética del hormigón pintándolo de colores. Esta línea gustó en otras partes del país, como Shkodra, y ahora te encuentras una mezcla muy alegre de tonos amarillos, naranjas, azules y, sobre todo, rosas, que al principio son más brillantes hasta que el paso del tiempo los vuelve más pastel. Desconozco cómo fue su trabajo de alcalde, pero esta medida me parece un gran acierto.
La fortaleza de Rozafa

La fortaleza se conserva muy bien y, además de las murallas, aún se mantienen varias estructuras en pie, como una iglesia que fue convertida en mezquita durante la dominación otomana. Contaba con tres arcos defensivos y fue levantada encima de una loma a unos 130 metros del nivel del mar desde la que podían controlar la llanura, el lago y los ríos Bojana y Drin. Vamos, que mejor imposible. De hecho, es muy probable que en la antigüedad la ciudad estuviera mucho más cerca de esta zona. El emplazamiento se remonta a los ilirios, aunque casi todas las estructuras que se conservan son venecianas y otomanas, y estuvo habitado hasta principios del siglo XX.

Llegué hacia la hora de comer y el sol caía a plomo, por lo que casi caigo redondo por una insolación, sobre todo por la subida a la loma, que no había ni media sombra, pero a cambio tuve la fortaleza prácticamente para mí solo, que entro en modo todo entusiasmo a la que veo media muralla antigua.
Por la ciudad
También disfruté mucho del centro de la ciudad, que por la noche se anima cosa mala, con todos bien engalanados recorriendo la calle arriba y abajo entre una parada y otra por los diversos bares y cafeterías que hay alrededor.

Y también me sorprendió la cantidad de perros callejeros. Hace unos años emprendieron una campaña para reducir su número, para gran indignación de algunos, pero el tema es muy complejo. Albania es el país europeo con mayor índice de casos de leishmaniasis, una enfermedad habitual del tercer mundo que se transmite por los mosquitos de los animales a los seres humanos, por lo que dejar a muchos perros vagar por las calles es un asunto más jodido de lo que parece a simple vista. Y ojo, que no se asuste ahora quien quiera viajar a Albania, que las posibilidades de contraerla durante un viaje son muy remotas.

Hay otro sitios de interés en la ciudad, desde donde se pueden hacer excursiones muy chulas al Valle de Balbona, tal y como explicaré en otro momento, pero como ya me ha quedado una entrada muy extensa me limito a mencionar otro detalle que me llamó mucho la atención y es esta lápida conmemorativa de los primeros movimientos nacionalistas albaneses del siglo XIX en medio del patio de una escuela.

Sobre esta manera intensa de entender o al menos transmitir la historia encontré algunas respuestas un día después, cuando fui a Tirana, algo que contaré en la próxima entrada. De momento lo dejo aquí.

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